Puerto Leguízamo: así se vive entre la coca represada y la violencia desatada

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ElColombiano – El municipio más grande del Putumayo, fronterizo con Perú, vive una crisis cocalera que, además de crímenes y masacres, exacerba el hambre. EL COLOMBIANO visitó la zona.

Solo con mencionarlo el semblante amable de Alba* es asaltado por la rabia y la indignación. La invade el rencor que solo logra parir la impunidad. No encuentra cómo acomodar sus manos morenas y cuadradas. Mueve los dedos inquietos al recordar esa mañana del 28 de marzo de 2022, cuando un operativo del Ejército silenció las vidas de 11 personas en la vereda Alto Remanso de Puerto Leguízamo, en Putumayo. A ella le bastan sollozos para pasar de la furia al desconsuelo y del enojo al llanto.

La del Remanso fue una de las 10 masacres que sacudió al departamento entre 2022 y lo que va de 2023 –dejando 42 muertos–, un drama que se suma a los crímenes de 18 líderes sociales. Hace menos de 15 días, el 6 de junio, otra masacre enlutó a la región, esta vez en Villagarzón, ubicado a hora y media de Puerto Asís por carretera (Ver infografía al final).

En Puerto Leguízamo Alba accede a hablar –como si acaso ya no hubiera gritado–, pero pone una condición: que no se revele su identidad. “Las cosas siguen muy delicadas”, advierte, queriendo explicar el precio de alzar la voz. Ha pasado más de un año y no hay respuestas ni justicia, solo las mismas disculpas de escritorio que Alba no deja de sentir tan fugaces como gélidas.


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Está de paso en el casco urbano del pueblo, en casa de su suegra. Acá pasará la noche, pues llegar al Alto Remanso puede tardar hasta dos horas a bordo de una canoa que no tiene una ruta directa, sino que en camino a Puerto Asís tiene una parada en su territorio. El trayecto no deja de ser riesgoso, por lo que prefiere quedarse a contemplar el ocaso de una tarde gris y húmeda –de esas que se padecen en Putumayo–. Nos atiende a las afueras de la casa, en una vereda ubicada a 20 minutos del parque central. Pide que ni se mencione el nombre.

Al fin se sienta en búsqueda de equilibrio y pasividad, y –mientras dos perros ladran incesantes– se anima a narrar los embates de la violencia en Puerto Leguízamo, el municipio más grande del departamento. Tan grande como sus males. Ella –quien asumió como autoridad indígena casi que a la fuerza como una manera de honrar a sus muertos–, habla de la masacre con miedo e ira, pero con un dejo de incredulidad y estupor. A centímetros está su suegra, que calla, mientras sostiene una mirada abatida.

Ambas siguen sin entender cómo un operativo de la Fuerza Pública –“que se supone está para cuidar de uno”–, terminó por exacerbar la violencia y contribuir al horror del conflicto mientras ellos compartían en un bazar para recoger dinero. Entre los muertos, por el que serán imputados 25 militares, quedaron su suegro, dos amigos y algunos conocidos. “Mi tejido”, dice, en referencia a la ancestralidad de los suyos.

Reclama que a los muertos los quisieron despojar de su rol campesino e indígena para hacerlos pasar como armados, como subversivos, como violentos. “¿Cuáles? Ni se sabe. Esto está inundado de guerrillos y paras, y uno queda en la mitad”, reprocha Alba mientras sus manos siguen inquietas.


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La extensión de Puerto Leguízamo –con una superficie equivalente a casi 30 veces Medellín o 10 veces Bogotá– les permite a grupos armados de todos los talantes andar a sus anchas. Y es que, bien sea por las disidencias del Estado Mayor Central, la Segunda Marquetalia, los Comandos de Frontera –una simbiosis entre Farc y Autodefensas– y ahora hasta la Fuerza Pública, los casi 20.000 habitantes de Puerto Leguízamo viven en una incesante violencia en la que son víctimas, carne de cañón y hasta perpetradores. Sí, perpetradores, porque “a los niños los siguen reclutando”, atina a decir doña Carmela*, la suegra de Alba, a medida que rompe el silencio y descarga palabras.

Uno de los grupos que hace presencia en la región es el frente Carolina Ramírez de las disidencias del Estado Mayor, al mando de alias “Danilo Alvizu”. Con cerca de 250 hombres en armas son responsables no solo de enfrentamientos con los Comandos de Frontera, sino que fueron ellos quienes acribillaron a 4 menores indígenas víctimas de reclutamiento, lo que provocó que en mayo pasado el Gobierno suspendiera el cese al fuego bilateral en 4 departamentos, entre ellos, Putumayo.

En el caso de Puerto Leguízamo –categorizado como uno de los 170 municipios PDET del país, es decir, los más afectados por el conflicto y sumidos en la pobreza–, la perplejidad crece si se considera que en pleno casco urbano, a metros de la plaza central y a unos pasos del muelle donde llega el mercado, se levanta imponente una base naval de la Armada que, lejos de transmitir seguridad, sigue provocando recelo a los habitantes.

Un campesino que arriba al muelle habla con rabia de las “pirañas”, como se conoce a unas imponentes y agresivas lanchas de color negro que emplea la Armada para combatir el narcotráfico, que ahora se extiende hasta el Perú, a solo una hora de allí. “Pasan a toda mierda y hunden nuestras balsas, dañando la comida y el pescado que uno trae. Si tuviera un arma yo no me dejaría”, asegura, evidenciando cómo la violencia los ha trastocado y cualquier contrariedad es motivo de conflicto.

El génesis

La semilla de esta violencia en Putumayo es el mismo abono de su desarrollo: la coca. La una es consecuencia de la otra y la puja por adueñarse de rutas del narcotráfico, por equiparar cada vez más áreas cultivadas y por tener un sustento para vivir exacerba la sangre. Pero ya ni eso les da para vivir a campesinos e indígenas. Y no porque el negocio no sea lucrativo, sino porque ya no hay quién la compre.

Es una realidad a la que cada cual le da su explicación en Leguízamo, con todo y que el fenómeno se repite en Nariño, Cauca o Norte de Santander. Sin embargo, tiene sus particularidades en Putumayo, donde –agregando a Caquetá– Naciones Unidas calcula que se concentra el 16 % del área sembrada de cultivos de coca. Puntualmente 31.874 hectáreas de progreso pasajero, 45 % más frente a 2020.

Muestra de lo efímero que puede llegar a ser ese desarrollo lo retrata con nostalgia Humberto*, un campesino de 56 años que conversa con voz ronca y que viste camiseta de la Selección Colombia a pocos pasos de la plaza del pueblo, donde a lo lejos se ve un imponente monumento que en 2019 levantó el Ejército como homenaje a sus héroes caídos: se erigen a modo de estatua 3 hombres en piedra que, aún en medio de la adversidad y el embate, tratan de mantener en pie la bandera de Colombia. Emulando ese esfuerzo Humberto ahora trata de llevar un plato de comida a su casa en medio de la mayor crisis cocalera que ha vivido la región.

—Estamos así desde noviembre. Ya nadie compra. La coca está represada— explica, anticipándose al por qué de la recesión del que no vacila en catalogar como el principal renglón de la economía de la región. —Con los operativos y la mano dura, Petro tiene frenados a los ‘duros’ y ya no nos compran. También hay sobreproducción y eso baja el precio— remata con un jadeo de resignación Humberto, quien como innumerables campesinos se endeudó buscando el “sueño cocalero” y ahora vive en carne propia una máxima en economía: la ley de oferta y demanda.

Con el presidente Gustavo Petro, a quien le tienen mural en una calle cerca al puerto donde desde muy temprano llega el mercado, tienen una dualidad: “Ya no persiguen al campesino que tiene cultivos de hoja de coca, eso ha sido un alivio. Pero nos tienen fregados porque ya no hay quién compre”, dice Jose*, que llega al muelle a descargar mercado en búsqueda de algún dinero.

“El diciembre que vivimos acá fue el más amargo. No había plata, no se podía comprar nada. Estamos jodidos”, agrega, mientras camina a su casa, construida con madera y enquistada en una vereda a 20 minutos del casco urbano. Tiene fachada azul pálido y piso de tierra. Mientras José se queja, su hijo juega con una pelota sucia y maltrecha en una esquina de la casa.

Reclama que a los muertos los quisieron despojar de su rol campesino e indígena para hacerlos pasar como armados, como subversivos, como violentos. “¿Cuáles? Ni se sabe. Esto está inundado de guerrillos y paras, y uno queda en la mitad”, reprocha Alba mientras sus manos siguen inquietas.

La extensión de Puerto Leguízamo –con una superficie equivalente a casi 30 veces Medellín o 10 veces Bogotá– les permite a grupos armados de todos los talantes andar a sus anchas. Y es que, bien sea por las disidencias del Estado Mayor Central, la Segunda Marquetalia, los Comandos de Frontera –una simbiosis entre Farc y Autodefensas– y ahora hasta la Fuerza Pública, los casi 20.000 habitantes de Puerto Leguízamo viven en una incesante violencia en la que son víctimas, carne de cañón y hasta perpetradores. Sí, perpetradores, porque “a los niños los siguen reclutando”, atina a decir doña Carmela*, la suegra de Alba, a medida que rompe el silencio y descarga palabras.

Uno de los grupos que hace presencia en la región es el frente Carolina Ramírez de las disidencias del Estado Mayor, al mando de alias “Danilo Alvizu”. Con cerca de 250 hombres en armas son responsables no solo de enfrentamientos con los Comandos de Frontera, sino que fueron ellos quienes acribillaron a 4 menores indígenas víctimas de reclutamiento, lo que provocó que en mayo pasado el Gobierno suspendiera el cese al fuego bilateral en 4 departamentos, entre ellos, Putumayo.

En el caso de Puerto Leguízamo –categorizado como uno de los 170 municipios PDET del país, es decir, los más afectados por el conflicto y sumidos en la pobreza–, la perplejidad crece si se considera que en pleno casco urbano, a metros de la plaza central y a unos pasos del muelle donde llega el mercado, se levanta imponente una base naval de la Armada que, lejos de transmitir seguridad, sigue provocando recelo a los habitantes.

Un campesino que arriba al muelle habla con rabia de las “pirañas”, como se conoce a unas imponentes y agresivas lanchas de color negro que emplea la Armada para combatir el narcotráfico, que ahora se extiende hasta el Perú, a solo una hora de allí. “Pasan a toda mierda y hunden nuestras balsas, dañando la comida y el pescado que uno trae. Si tuviera un arma yo no me dejaría”, asegura, evidenciando cómo la violencia los ha trastocado y cualquier contrariedad es motivo de conflicto.

El génesis

La semilla de esta violencia en Putumayo es el mismo abono de su desarrollo: la coca. La una es consecuencia de la otra y la puja por adueñarse de rutas del narcotráfico, por equiparar cada vez más áreas cultivadas y por tener un sustento para vivir exacerba la sangre. Pero ya ni eso les da para vivir a campesinos e indígenas. Y no porque el negocio no sea lucrativo, sino porque ya no hay quién la compre.

Es una realidad a la que cada cual le da su explicación en Leguízamo, con todo y que el fenómeno se repite en Nariño, Cauca o Norte de Santander. Sin embargo, tiene sus particularidades en Putumayo, donde –agregando a Caquetá– Naciones Unidas calcula que se concentra el 16 % del área sembrada de cultivos de coca. Puntualmente 31.874 hectáreas de progreso pasajero, 45 % más frente a 2020.

Muestra de lo efímero que puede llegar a ser ese desarrollo lo retrata con nostalgia Humberto*, un campesino de 56 años que conversa con voz ronca y que viste camiseta de la Selección Colombia a pocos pasos de la plaza del pueblo, donde a lo lejos se ve un imponente monumento que en 2019 levantó el Ejército como homenaje a sus héroes caídos: se erigen a modo de estatua 3 hombres en piedra que, aún en medio de la adversidad y el embate, tratan de mantener en pie la bandera de Colombia. Emulando ese esfuerzo Humberto ahora trata de llevar un plato de comida a su casa en medio de la mayor crisis cocalera que ha vivido la región.

—Estamos así desde noviembre. Ya nadie compra. La coca está represada— explica, anticipándose al por qué de la recesión del que no vacila en catalogar como el principal renglón de la economía de la región. —Con los operativos y la mano dura, Petro tiene frenados a los ‘duros’ y ya no nos compran. También hay sobreproducción y eso baja el precio— remata con un jadeo de resignación Humberto, quien como innumerables campesinos se endeudó buscando el “sueño cocalero” y ahora vive en carne propia una máxima en economía: la ley de oferta y demanda.

Con el presidente Gustavo Petro, a quien le tienen mural en una calle cerca al puerto donde desde muy temprano llega el mercado, tienen una dualidad: “Ya no persiguen al campesino que tiene cultivos de hoja de coca, eso ha sido un alivio. Pero nos tienen fregados porque ya no hay quién compre”, dice Jose*, que llega al muelle a descargar mercado en búsqueda de algún dinero.

“El diciembre que vivimos acá fue el más amargo. No había plata, no se podía comprar nada. Estamos jodidos”, agrega, mientras camina a su casa, construida con madera y enquistada en una vereda a 20 minutos del casco urbano. Tiene fachada azul pálido y piso de tierra. Mientras José se queja, su hijo juega con una pelota sucia y maltrecha en una esquina de la casa.

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