La apuesta de niños de Putumayo para huir del reclutamiento y la deserción escolar

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ElEspectador – Un proyecto impulsa los deportes para combatir los riesgos que se viven en medio de la guerra entre estructuras disidentes de las Farc, la cual incrementó el abandono de los estudios y el reclutamiento de menores de edad, entre ellos migrantes.

Al menos 600 niños del Putumayo entrenan en espacios deportivos públicos recuperados por el proyecto Ven y Juega. Foto: Natalia Romero Peñuela

Saray Córdoba, de nueve años, carita redonda y mirada traviesa, no lo recuerda bien porque ella tenía solo dos años cuando pasó, pero cuenta que su familia fue víctima de desplazamiento forzado por un conflicto que aún no entiende. “Mi mamá me ha dicho que allá había gente que se mataba y que nos tocaba escondernos debajo de la cama cuando había balas y mi hermano dice que él veía muertos; entonces, ella dejó todo botado para traernos aquí”, relata. Una madrugada, apenas con lo que tenían puesto, su familia se vio obligada a salir de Llorente, un corregimiento de Tumaco (Nariño), hacia Puerto Asís.

Diego, en cambio, tiene el recuerdo lúcido del día en que su familia decidió salir de Venezuela, por la crisis económica, hacia esta región de Colombia. “Duramos cuatro días seguidos de viaje: de Caracas a Cúcuta, luego a Bogotá y luego aquí, a Mocoa, todo en bus, pero a mí me gustó mucho por los paisajes”, cuenta. Diego tiene trece años, es bastante alto para su edad y tiene una energía inagotable.

Laura Carrera, también de trece años, artista de una sensatez impactante, lleva la violencia viva en la memoria. “Yo era más niña y me salí de mi casa sin permiso de mi mamá para ir al parque. Y de un momento a otro empecé a escuchar disparos entre el Ejército y un grupo armado, y me quedé paralizada. Me salvé porque un vecino me ayudó a salir de ahí”, cuenta. Tiempo después llegó a Puerto Asís, huyendo del conflicto en Caquetá, en donde además había vivido el secuestro de su tío y su abuelo.


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Saray, Diego y Laura llegaron al Putumayo buscando una vida lejos de la violencia y las necesidades, pero el panorama en el departamento es desalentador para los niños, una población en alto riesgo por el recrudecimiento del conflicto entre estructuras armadas que se disputan el control territorial por las fronteras con Ecuador y Perú.

Foto: Natalia Romero Peñuela

La pelea actual es entre el Frente Carolina Ramírez, una estructura ligada a las disidencias de Iván Mordisco, y los Comandos de la Frontera, un “coctel” —como dicen en la zona— de disidentes, exparamilitares y exmiembros del grupo criminal La Constru. Su enfrentamiento es una prolongación más de la guerra.

Ven y Juega, un llamado de paz

La historia de Narly Cortés también está ligada al conflicto. En 2002, en medio de un pico de desplazamiento forzado, llegó a Mocoa a estudiar quinto de primaria en un colegio donde fue discriminada por ser afrodescendiente y pobre.

Narly creció en la ribera del río Caquetá viendo a su papá y sus tíos jugar fútbol y a su abuelo hacerle barra al Millonarios, mientras peleaba con los técnicos, jugadores y locutores que escuchaba a través de la radio. Por eso el fútbol, que había aprendido de su familia, fue su método de integración.


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“El deporte tiene la capacidad de unir y derribar barreras sociales que están impuestas en la sociedad por muchos factores”, dice Cortés, quien ahora es profesional social del proyecto Ven y Juega, desarrollado por la Fundación Makikuna, con apoyo del Comité Olímpico Internacional y la Oficina de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). La iniciativa pretende que niños, víctimas y migrantes que estén en el departamento salgan de la vulnerabilidad mediante el entrenamiento en fútbol, baloncesto, futsal, voleibol y danza.

Saray, Diego y Laura son tres de los 600 niños que entrenan en espacios deportivos públicos que el proyecto ha recuperado. Saray practica fútbol, y Diego, baloncesto. Junto a sus amigos, se ven tranquilos, como cualquier grupo de niños en una cancha en una ciudad principal. “A mí me gusta todo de aquí. Hice nuevos amigos. Aprendí que todo es duro, pero siempre toca seguir adelante. También, que no me puedo quedar viendo el celular todos los días”, dice Saray antes de reír.

A Diego le trae paz. “El baloncesto es un deporte muy energético y cuando yo practico me siento tranquilo, se me olvida todo lo malo”, asegura. Laura también entrenó baloncesto, pero ahora hace parte del grupo de líderes, una iniciativa reciente del proyecto. “Aquí aprendemos habilidades para la vida, hablamos de nuestros sueños, de los valores que debe tener una persona para que haya paz en los municipios; y creamos un cuento que se llama Caracoles y balones, para que todos los niños y niñas, sean migrantes o desplazados, pudieran ver el deporte como una forma de integrarnos”, explica con detalle.

Para Narly, el proyecto ha consolidado espacios seguros. “Hace falta construir desde la necesidad del niño y no desde la necesidad del adulto para evitar el adultocentrismo y este proyecto apunta hacia eso, porque su misionalidad no está en el deporte de alto rendimiento, sino en este como vehículo de encuentro de la niñez y transformación social”.

Deserción escolar, reclutamiento y trata, algunos de los riesgos

Miguel Palacios, coordinador en Putumayo de la ACNUR, explica que, aunque históricamente los menores han sido afectados por reclutamiento, desplazamiento, violencia sexual y homicidio en el marco del conflicto en ese departamento, estos riesgos se han agudizado en los dos últimos años. “Se ha incrementado la deserción escolar y el reclutamiento en zonas urbanas, donde antes casi no se veía. Este año más de 3.000 niños han desertado en el departamento; y sabemos que lo hacen para acogerse a los cultivos de uso lícito, como raspachines, o para estar dentro de algún actor armado. El proyecto de vida de niños y adolescentes está siendo cada vez más influenciado por la guerra”, advierte.

Putumayo, en el sur del país, es uno de los departamentos con más dificultades de conectividad.
Foto: Natalia Romero Peñuela

Según las alertas tempranas de enero y agosto de 2022 de la Defensoría del Pueblo para Putumayo, hasta mediados de 2021 los Comandos de la Frontera se habían abstenido de integrar en sus filas a menores de edad, pero desde finales de ese año aplican con ellos las mismas estrategias de seducción que con los jóvenes: ofrecimiento de sustancias psicoactivas y pago de $2 a $3 millones.

“Incluso se ha referido que les dan permiso de ir a sus casas cada determinado tiempo, como vacaciones, para que luego regresen a seguir desempeñando las actividades que determine el grupo. Inicialmente, parecían ser utilizados en la recolección de la hoja de coca, en el cuidado de laboratorios y en el expendio de drogas ilícitas. Sin embargo, con el incremento de acciones de confrontación con el Frente Primero Carolina Ramírez, la participación en actividades militares es mayor”, señala la entidad.

Este último grupo también recluta menores de edad y ha mantenido la práctica de las antiguas Farc de entrenarlos en aspectos militares y de combate.

Una muestra de las consecuencias del reclutamiento ocurrió en julio pasado en Puerto Guzmán, en la vereda de La Torre. En un enfrentamiento entre ambos grupos murieron ocho jóvenes, dos de ellos menores de edad. “Ese fenómeno de reclutamiento, si bien está invisibilizado y hay un subregistro importante, sabemos que está ocurriendo y que los actores armados ilegales ocupan escuelas, en una clara infracción al derecho internacional humanitario”, agrega Palacios.

En efecto, la tasa de deserción en el departamento va en aumento. El Ministerio de Educación revela que el porcentaje de menores que abandonan el colegio en Putumayo pasó del 5,74 % en 2017 al 10,28 % en 2021, la más alta en la última década. Esta cifra es alarmante si se compara con la nacional, que en 2017 era del 3,08 % y en 2021 llegó al 3,58 %.

Fuentes en el terreno afirman que los menores migrantes están expuestos a la trata de personas para desarrollar sexo por supervivencia o para ser “comerciados” para la mendicidad.

La deserción crece tanto como los cultivos de uso ilícito. Putumayo es uno de los tres departamentos más sembrados con coca en el país: en 2021 alcanzó las 28.205 hectáreas, según el Sistema Integrado de Monitoreo (SIMCI).

Otro factor que hace más complejo el panorama, dice Palacios, es la llegada masiva de población migrante. “Tenemos más de 12.000 personas venezolanas en Putumayo con vocación de permanencia. Cerca del 50 % de la población refugiada venezolana es infantil y muchos niños están en zonas de riesgo de reclutamiento o en actividades asociadas con economías ilícitas”, asegura. Fuentes en el terreno afirman que los menores migrantes están expuestos a la trata de personas para desarrollar sexo por supervivencia o para ser “comerciados” para la mendicidad.

Son tantos riesgos que los intentos de protección han sido insuficientes, coinciden Palacios y la Defensoría. “Los riesgos están allí. El problema es que Putumayo ha sido invisible en un país bastante centralizado”, dice el coordinador. A esto se suma a que cada vez hay una menor presencia de organizaciones de cooperación internacional enfocadas en esta población.

Según contó Palacios, allí no hay nadie del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), Save the Children y hace poco se fue War Child. Solamente están la Corporación Infancia y Desarrollo, la Fundación Makikuna y ACNUR. Según funcionarios de esas organizaciones, esto sucede porque “las entidades consideran que Colombia ya vive en paz” y trasladan esfuerzos a países con conflictos vivos, como Ucrania.

Esto hace que iniciativas como Ven y Juega se hayan convertido en una estrategia fundamental para prevenir los riesgos de los menores y, a su vez, en una forma de integración. “Este proyecto ha servido como una plataforma para que ellos tengan la posibilidad de acceder a servicios de acompañamiento psicosocial y conocer alternativas de vida distintas a lo que el medio normalmente les muestra, como la guerra o el consumo”, resalta Miguel Palacios, de ACNUR.

Incluso ha incidido en los entornos familiares de los niños, especialmente en las madres, quienes decidieron crear su espacio llamado Juntanza, que ahora tiene un proceso autónomo. Además, les ha permitido entender que la xenofobia y el conflicto son tema de adultos, pues en los salones y las canchas los niños son eso: niños.


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