ElEspectador– Una escuela campesina de restauración y una red de viverismo comunitario hacen parte del proyecto Amazonia Sostenible para la Paz, que busca brindar oportunidades a campesinos y excombatientes de las Farc
A la selva, José Eustasio Rivera, escritor huilense y exponente de la literatura colombiana del siglo XX, le cantó: “Tus vegetales forman sobre la tierra la poderosa familia que no se traiciona nunca”, y con esas palabras, vaticinó, hace casi cien años, que la naturaleza reconcilia la tierra y el alma.
Como Arturo Cova, personaje de Rivera y el segundo protagonista de La vorágine (porque el primero es la selva), todos los días Rafael Santofimio, exguerrillero de las antiguas Farc y ahora viverista de la Cooperativa Multiactiva Comunitaria del Común (Comuccom), se adentra en los bosques del Bajo Putumayo y reconoce que ahí está la vida. Rafael se levanta a hablarles a las plantas que germinan en Musu Kaisai, Vanguardia de la Restauración el vivero de esta cooperativa, ubicada en el municipio de Puerto Guzmán, donde trabajan cerca de 35 hombres y mujeres firmantes de paz y civiles. Musu Kaisai significa vida nueva en lengua inga, originaria de los indígenas Inga de Villagarzón y Mocoa (Putumayo).
Justamente, eso es lo que más preocupa en esta región. Que sin selva no haya posibilidad de escaparse con un amor, como Arturo, o de empezar una vida nueva, como Rafael y los demás excombatientes. A hoy, se estima que hay deforestación en al menos 3.300 hectáreas en todo el departamento de Putumayo, según el Ideam (Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales).
Durante el siglo XVIII y principios del XIX, la extracción de caucho y el trabajo forzado impuesto a los indígenas y afros hacían llorar a los árboles. Con la llegada de colonos, el desarrollo de industrias agropecuarias, la expansión ganadera, el conflicto armado y los cultivos ilícitos en la Amazonia colombiana se han acabado cada vez más los bosques. Pero esto no es más que consecuencia de la mano humana. Para aquel entonces, Rivera, se preguntaba en su vorágine: “¿Quién puede librar al hombre de sus propios remordimientos?”.
Hoy hay hombres y mujeres que están librándonos y remediando el daño. Están restaurando los bosques del Putumayo y tienen el plan de hacerlo durante años venideros. Así como Rafael, hay más excombatientes, campesinos e indígenas liderando los cinco viveros que componen la red de viverismo comunitario en Putumayo que hace parte de Amazonia Sostenible para la Paz.
Este proyecto es financiado y ejecutado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), con el liderazgo del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible y de la institucionalidad ambiental de la región amazónica. A su vez, está incluido en el programa Paisajes Sostenibles de la Amazonia, respaldado por el Fondo para el Medio Ambiente Mundial (GEF por sus siglas en inglés).
De acuerdo con Miguel Mejía, ingeniero agrónomo de la Universidad Nacional y coordinador del proyecto, “la restauración uno no se hace solo en los ecosistemas, primero hay que restaurar a las personas”. Se trata de un ‘cambio de chip’, como se dice coloquialmente, de empezar a ver una hectárea de bosque tan productiva como una destinada para la ganadería.
Las organizaciones Paisajes Rurales, Corporación Arando la Paz y Corpoamazonia engranan este proyecto con las comunidades campesinas y en proceso de reincorporación. Ellos adelantan, de manera paralela, la Escuela Campesina de Restauración, un intercambio de saberes científicos y tradicionales. A esta escuela asisten técnicos y las poblaciones vinculadas, pero no se trata de imponer conocimientos sino de guiar los procesos de germinación, siembra y endurecimiento de las plantas juntos.
Además del vivero Musu Kaisai, la red incluye otros cuatro: el vivero Brisas de Paz, ubicado en el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) de La Carmelita – La Cabaña; la sede biofronteriza Ambientes para la Paz, en el municipio del Valle del Guamuez; el vivero La Carmelina, de la Asociación Agropecuaria de Productos Alternativos del Cuebí, y el Vivero Tierra Nueva, de la Asociación de Desarrollo Integral Sostenible de La Perla Amazónica (Adispa), en el Bajo Cuembí. Juntos podrían producir cerca de 540.000 plántulas al año. Colombia+20 viajó al Putumayo para realizar la ruta de viverismo y conocer cómo inició esta iniciativa.
El fin del proyecto es recuperar la conectividad a través de paisajes productivos sostenibles y además, implementar herramientas para combatir el cambio climático. Entonces, no se trata de reforestar con monocultivos, sino que se planean los paisajes pensando desde la conservación de semillas locales que contribuyan a generar alimentos para la fauna, hasta que favorezcan el suelo, los cuerpos de agua y que también sean alternativas económicas autosostenibles y amigables con el medio ambiente.
Los viveros son como los pequeños laboratorios que hacen posibles estos paisajes. Bajo la sombrilla de este proyecto, ya hay dos en marcha: el primero está ubicado en la Zona de Reserva Campesina la Perla Amazónica en Puerto Asís (Putumayo) y el segundo, en las Sabanas del Yarí (La Macarena y San Vicente del Caguán). En total se han logrado intervenir y mantener 84.000 hectáreas.
A restaurar por la paz
Para llegar al vivero al que Rafael sus días, hay que recorrer un sendero verde oliva que tiene árboles recién sembrados para indicar el camino, como si invitaran a conocer el nacimiento de la vida. El vivero fue creado hace diez meses, pero él asumió su cargo hace apenas tres. Lo ha mantenido con sus propias manos: se levanta a las cinco de la mañana, cuando riega las plantas y las revisa. “Ellas necesitan que uno les hable”, dice.
Para Rafael, “hay que bregar por restaurar todo esto, que haya vida buena, que el agua no se acabe, porque es el motor nuestro. Las plantas son las que purifican el aire. Vivo contento y muy orgulloso de este trabajo. Si yo tengo muchas de estas plantas en el vivero y las podemos sembrar y cuidar, vamos a tener un mejor futuro, no tanto para nosotros sino para nuestros hijos”.
Rafael sabe cuáles son los árboles que sirven para curar la gastritis, sanar las heridas o aliviar los dolores del cuerpo. El tronco del perillo, un tipo de árbol, bota un líquido espeso “en cierta ocasión cuando uno vive en el monte y los indígenas lo ven a uno cansado, le enseñaban que esa leche se hervía y reemplazaba la leche en polvo” cuenta Rafael.
Él ingresó a la guerrilla cuando tenía 14 años y ahora, 36 años después, dejó las armas, en parte, para ayudar a combatir el cambio climático: “Nosotros fuimos guerrilleros, farianos, pero aquí estamos ahora por la paz”. “¿Cómo aprendió todo eso? le pregunto. “No hay escuela más bonita que recorrer la vida. Yo he aprendido mucho de los indígenas, ellos le enseñan a uno de plantas, de animales. Y también a ver en la mirada del otro”, responde.
En un país que lleva décadas evitando mirarse a los ojos, el reconocimiento del error y del perdón es lo que motiva hoy a los excombatientes de esta red en Putumayo a continuar trabajando por la paz. A unas cuantas horas de Comuccom está el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación La Carmelita, en Puerto Asís. Al tiempo que soldados y policías hacen sus rondas por el corredor de la entrada, van corriendo los niños más pequeños, hijos de la paz se les llamó en algún momento.
En este ETCR funciona una panadería, una tienda local y un proyecto de sastrería. Además está el Vivero para la Restauración Brisas de Paz – Liliana Peña, nombrado así en homenaje a una exfariana que murió en combate. Y bajo el mismo sol, todos bebemos el mismo jugo de piña, pero la estrella enceguecedora no da tregua y el viento prefirió no aparecer. Por lo que entramos al vivero, donde se logra respirar un aire más fresco, y por imaginación o por la polisombra, se amortiguan los principios de fiebre.
Una de las dos mujeres excombatientes que lideran el vivero es Lindelia Álvarez, de 38 años, quien ingresó a los 16 años al frente 48 de las Farc. Llegó hace tres años allí, luego de la firma del Acuerdo de paz. Trabaja junto a Mayerli López, de 28 años, para sacar el vivero adelante. “Pero a uno le toca duro porque es mujer y siempre a una le toca trabajar mucho, madrugar a las cuatro de la mañana, despachar a los niños al colegio, alimentar a los animales, pero gracias a Dios ahí vamos”, dice Lindelia.
“En el vivero tenemos nuestras plántulas, que hemos sembrado con semillas que recogimos nosotras mismas en el bosque. Esto es un logro muy grande, que hayamos dejado el monte para estar acá. Esto es para demostrarle al mundo que sí podemos cambiar el pensamiento”, cuenta la excombatiente, quien en la guerra fue conocida como Liliana.
Lindelia es una mujer con un semblante imperturbable, como el tronco de un árbol de antaño que pese a los golpes y a los forajidos, se mantiene en pie. Ella asegura que la lucha por el pueblo y el campesinado debe continuar, pero sin armas. Lindelia lo está haciendo con plantas.
Mayerli López, compañera de Lindelia y la otra líder del vivero, es enérgica e invita a conocer el espacio: “No pida permiso, entre”. Le dicen Zuly, como la conocían en las filas. A finales del año pasado, conoció a William Vargas, biólogo y botánico huilense, quien las acompañó durante varios talleres para planear la estructura del vivero, fortalecer conocimientos y compartir saberes. Ya tienen plántulas de chontaduro, açai, camu camu y balso. Aunque todavía no está funcionando al 100 %, este vivero es el más grande de la red y tiene la capacidad de producir 250.000 plántulas al año.
El último punto del recorrido fue el vivero La Carmelita de Agropal, a unos dos kilómetros del ETCR. Este y otros proyectos productivos están siendo administrados por Agropal, una asociación de campesinos, indígenas, agricultores y transportadores para fortalecer la comunidad del corredor Puerto Vega-Teteye.
Antonio Toro, de la junta directiva de Agropal, es un campesino convencido de que a los exguerrilleros hay que darles segundas y terceras oportunidades. “Viví la época del horror acá y no quiero que se repita; por eso, siempre les digo: ‘Muchachos, apuéstenle a esto’”. Antonio recibió a toda nuestra comitiva, dispuso las sillas de plástico y con la serenidad que dan los años en el campo, narró cómo ha sido su trabajo con los excombatientes. A algunos los vio cuando usaban camuflado, hoy después de que entregaron las armas, además de la red de viveros, tienen un proyecto de arroz juntos.
Del vivero también es responsable Gloria Irene Daguat, miembro del Cabildo Nasa Fiw de la vereda La Libertad, quien tiene más frescas las cifras: “Actualmente, tenemos sembrado solo cacao, ya las 55.000 plántulas están vendidas a la Sociedad de Cooperación para el Desarrollo Internacional (Socodevi)”. A diferencia de los demás viveros, donde todo el espacio estaba dispuesto para diferentes especias, aquí predomina el cacao.
Lograr estos números es una tarea dispendiosa. Jorge Santofimio, hermano de Rafael y también excombatiente de las antiguas Farc, es el puente entre las comunidades, organizaciones sociales e instituciones. Cuando está en campo, siempre usa botas de caucho negras, por costumbre o practicidad. Advierte que aún hay una gran cantidad de normatividad que les impide despegar; sin embargo, señala, seguirán construyendo y restaurando “hasta donde el oxígeno nos aguante”.