ElEspectador – Juliana Jaimes y Duber Rosero
La pandemia obligó al pueblo inga y kamëntsá a suspender una de las celebraciones más importantes y masivas, denominado el Bëtscnaté. Aún con la incertidumbre de lo que realmente significaba el avance del virus en Colombia (pues la información nunca llegó al territorio en lengua indígena), los indígenas del Valle de Sibundoy usaron la que ha sido su principal herramienta de supervivencia en toda su historia: la misma tierra, o el “soplo de vida” como ellos llaman a las plantas que usaron para enfrentar la nueva enfermedad.
*Las memorias indígenas con sus esperanzas y atrocidades de histórica explotación recorren la cuenca del alto Amazonas, desde Brasil, hasta Perú, Ecuador y Colombia, y se transmiten en los sueños y visiones de sus herederos. El desolador impacto de la pandemia hizo recordar los peores momentos para muchas comunidades y alteró las dinámicas comunitarias. Esta serie periodística coordinada por OjoPúblico en Perú, Brasil, Colombia y Ecuador –con 15 periodistas y 7 artistas indígenas– busca crear una exposición colectiva sobre el impacto de esta crisis sanitaria en la cosmovisión de los pueblos amazónicos desde la intimidad del arte. Lea el especial aquí
Todos los años, en las semanas previas al miércoles de ceniza, Gerardo Chasoy –indígena de los pueblos Inga y Kamëntsá del Valle de Sibundoy, que vive en el departamento colombiano de Putumayo–, elabora las máscaras que usarán los integrantes de las comparsas en lo que se conoce como “El gran día” o Bëtscnaté, en su idioma originario. El Gran Día es una celebración tradicional y religiosa en la que los indígenas del valle piden perdón y hacen memoria, con desfiles y danzas, sobre uno de los momentos más difíciles de la historia: la esclavitud durante la colonia.
La rutina de Gerardo Chasoy durante esas semanas del año siempre es la misma: escoge un pedazo de madera de sauce blanco, palo de rosa o yarumo (especies de árboles que crecen en su región). Luego de cortarlo, lo lija hasta que la superficie quede lisa y, solo entonces, comienza a tallar con mucha paciencia. Primero los ojos, después la boca, hasta que va definiendo la expresión de un nuevo rostro. Pero las máscaras que ahora está tallando no solo configuran a un personaje para el día del perdón, las máscaras que ahora talla buscan plasmar los sentimientos de la pandemia que logró, como nunca antes, que él Bëtscnaté tuviera que suspenderse para evitar los contagios. Esos rostros ahora buscan recordar el dolor por las pérdidas de tantos amigos y familiares y el miedo a una nueva enfermedad, pero también la esperanza de sobreponerse.
“Para poder crear una máscara lo único que hay que hacer es sentir la magia de querer expresar algo a través del arte. Lo que contamos con las máscaras es el vivir diario indígena: la alegría, la tristeza, el llanto, la naturaleza”, nos cuenta Gerardo Chasoy, mientras describe las máscaras que viste una pared de su taller ubicado en el Valle de Sibundoy, entre la espesa selva de Colombia que forma parte de la gran cuenca del río Amazonas y en donde más de la mitad de su población es indígena.
Y así como lo ha hecho cada lunes antes del miércoles de ceniza durante tanto tiempo, este año en el que la pandemia ha golpeado todo, Gerardo Chasoy colgó y expuso en su taller las máscaras para el Bëtscnaté. La figura, los colores y cada uno de los detalles fueron los mismos de siempre. Pero hay algo que cambió, el fondo de todos los sentimientos se vieron atravesados por una enfermedad que los acorraló, primero, y luego dio paso a la necesidad de autoorganizarse para refugiarse en las plantas: “el miedo, la muerte, la incertidumbre, pero también la admiración y la fortaleza de la medicina tradicional que es un soplo de vida. Todo eso junto nos trajo el coronavirus a los pueblos indígenas”, explica.
La nueva enfermedad, la Covid-19, llegó al Putumayo el 10 de mayo de 2020. Eso es lo que dice el registro oficial de Colombia: casi un mes después de que se reportara el primer paciente en la capital (Bogotá). La pandemia agitó todo en las comunidades. Los sentimientos festivos de las máscaras indígenas dieron paso a otras expresiones. Las autoridades locales se vieron forzadas a suspender la fiesta del perdón en las calles. Esta vez no hubo bailes, ni grandes desfiles. El Bëtscnaté se tuvo que vivir y celebrar desde los hogares, aislados. Los líderes ancestrales cambiaron, forzados por la emergencia, una tradición cultural antigua con el fin de preservar las vidas.
Jesús Quinchoa, gobernador del cabildo inga en Colón, uno de los cuatro municipios que conforman el Valle de Sibundoy, dice que “la expansión de la pandemia para las comunidades indígenas fue como si nos hubiera caído un balde de agua fría, nos cambió por completo la forma de vivir. Nos tocó restringir el Bëtscnaté porque como gobernador no podía permitir que la comunidad se expusiera al contagio. Para nosotros fue muy difícil porque nuestro “Día Grande” es el inicio del Año Nuevo. Las familias se sentían muy tristes por no poder visitar a los amigos en una fecha tan importante”.
La pandemia obligó a los indígenas Inga y Kamëntsá a romper con uno de los principios más importantes de su esencia ancestral: vivir en comunidad. Los rituales familiares, el cuidado de la chacra (los cultivos), la venta de las cosechas en el mercado y espacios tan sagrados como el shinyak (el fuego en la cocina de un hogar), donde se comparte el conocimiento tradicional en grupo, tuvieron que aplazarse.
Las cocinas tradicionales en los pueblos indígenas de Colombia son la expresión de la multiculturalidad: es en este lugar donde se prepara el alimento y se reúne a la familia en los hogares. Para los Kamëntsá la cohesión familiar gira en torno al Shinyak, el fuego, que es el elemento fundamental que proporciona calor, luz y protección.
Para Judy Jacanamajoy, antropóloga del Valle de Sibundoy, la espiritualidad se tiene que vivir en comunidad, y detener estos espacios de diálogo genera un daño irreparable. “Antes de la pandemia el shinyak se compartía entre grupos de muchas personas. El tema espiritual es lo más fuerte para nuestra comunidad y con la pandemia no se podía recibir gente que está buscando orientar el camino de cada familia o curarse. Esto es algo que también se hace cuando se practica la medicina tradicional con yagé del bejuco sagrado (se le llama ayahuasca en otros países). Con las prohibiciones de los encuentros fue difícil equilibrarse”, explica la profesional indígena.
Aún con la incertidumbre y el desconocimiento de lo que realmente significaba el avance del virus en Colombia (pues la información nunca llegó al territorio en lengua indígena), los indígenas Ingas y Kamëntsá del Sibundoy usaron la que ha sido su principal herramienta de supervivencia en toda su historia: la misma tierra. “Utilizamos plantas para enfrentar la Covid-19. Con yagé nos purgábamos y luego hacíamos limpiezas con copal, sahumerio y esencias de ortiga, eucalipto, palo santo y otras plantas de nuestro jardín botánico”, señala el taita indígena Juan Bautista.
Y es que precisamente “el soplo de vida”, como llama Gerardo Chasoy a la medicina tradicional, no solo permitió que muchos indígenas pudieran refugiarse en las plantas que históricamente han utilizado para protegerse de enfermedades y sus síntomas, sino que también les ayudaron a generar una confianza que ni las mascarillas, ni la cuarentena les dio. “Fue difícil porque tocaba controlar el miedo, había mucha desinformación del tema y la gente no se sentía resguardada. Así que nosotros sacamos nuestras propias formas de protegernos. Yo pensaba ‘en cualquier momento nos puede dar, pero tenemos que tener fe en que no nos vamos a morir’”, agrega el taita Juan Bautista, que aún atiende y ayuda a los contagiados.
Hasta marzo del 2021, el coronavirus había afectado a 80 pueblos indígenas de Colombia, y según las cifras del Instituto Nacional de Salud (INS) al menos 1.185 indígenas de diferentes etnias habían muerto por Covid-19. El reporte señala que otros 37.522 se contagiaron. Y solo en el caso del Putumayo, hasta entonces se reportaron más de 8.000 contagios y 320 víctimas.
Aunque el primer contagio de coronavirus en el Putumayo se registró recién el 10 de mayo, un mes después de que se confirmara el primer caso en Colombia, los pueblos indígenas ya habían conformado en marzo una Guardia Indígena que custodiaba las carreteras de acceso a sus territorios para impedir la entrada de personas extrañas. Y como ya antes lo habían hecho en situaciones de emergencia, más de 60.000 integrantes del ejército ancestral dejaron sus tradicionales bastones de madera, y se armaron de pequeños envases de alcohol en gel y tapabocas para cuidar el territorio.
En el Valle de Sibundoy fueron cerca de 160 integrantes de la Guardia Indígena los que desde el 25 de marzo establecieron jornadas de control en las fronteras. Durante casi dos meses se turnaron más de 12 horas de trabajo para asegurarse de que nadie entrara a sus tierras sin las medidas necesarias de protección e impulsaron que los habitantes locales cumplieran la cuarentena estricta impuesta por el gobierno de Colombia.
En tiempo récord, como cuenta Luis Jansasoy de la Guardia Indígena del Valle de Sibundoy, tuvieron que aprender cuál era el enemigo al que se estaban enfrentando, y a través del perifoneo y emisoras locales (como la Radio Waira) explicaron a cada habitante del Valle y del departamento que lo que estaba en peligro era la vida misma.
“Hubo mucha dificultad para controlar a la población, la gente salía sin tapabocas y sin protección alguna. Nuestro trabajo fue hacer campañas de prevención contra Covid-19. Explicamos cómo lavarse las manos, cómo usar las mascarillas y el alcohol en gel, íbamos a los lugares donde había aglomeraciones para dispersarlas. Prácticamente nos capacitamos en medio de la difícil situación de la enfermedad”, cuenta Jansasoy.
En todo el Putumayo el toque de queda estricto fue entre 6:00 p. m. y 5:00 a. m. y rigió por más de tres meses. Entre sus estrategias, además de declarar la cuarentena obligatoria, la Gobernación del Departamento distribuyó 10.035 ayudas alimentarias y 1.049 kits a población indígena del Alto y Bajo Putumayo. La comunidad también gestionó trueques de las cosechas de la chacra y pusieron en práctica uno de sus principios más importantes: la solidaridad o Jenajabuacham, el principio de ayuda mutua.
¿Una tragedia anunciada?
Todo alrededor del avance de la pandemia en el mundo estuvo rodeado de incertidumbre. Durante un año, la ciencia tuvo que enfrentarse a un enemigo desconocido, pero a los pueblos indígenas la aparición de este nuevo virus no los sorprendió. El artista indígena Gerardo Chasoy, Judy Jacanamajoy y el taita Juan Bautista concuerdan en una idea: los sabios presentían que algo así surgiría en el mundo por la nociva relación que la humanidad tiene hacia la Tierra.
“Eso es algo desde la cosmovisión propia que es muy profundo. Lo que los taitas sentían a través de la energía era que se venía un cambio fuerte que iba a sacudir a todo el planeta. Hablaban de la necesidad de volver a la tierra, pues, aunque siempre hablamos de la importancia de protección y cuidado de la madre Tierra, nos hace falta dejarla ser, dejarla sentir a ella. Es un llamado fuerte a toda la humanidad para la toma de conciencia”, explica Judy Jacanamajoy.
El miedo a la muerte, la incertidumbre y la fortaleza de un pueblo indígena que se protegió con sus guardianes, refugió en las plantas y preservó la vida de su comunidad sobre todas las cosas, son recuerdos que se cuentan en el Valle de Sibundoy. Son apenas palabras de un pasado que aún no se ha ido, porque el virus los sigue golpeando. Las máscaras de Gerardo Chasoy relatan estos recuerdos, el dolor de la pérdida, y el tránsito del miedo y la desesperación hacia la esperanza y el refugio de vivir en comunidad. Estas piezas, cuenta el artista, inmortalizan los sentimientos de su pueblo hacia un virus desconocido, pero él ya no teme, y dice que más bien agradece a la tierra porque le recordó la importancia de volver hacia ella.