Putumayo en medio del fuego cruzado

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LaSillaVacia – Cuatro años después del Acuerdo de Paz, el departamento vive bajo la amenaza de un nuevo conflicto entre grupos armados que buscan “control total” sobre la población.

«Rocío» es un seudónimo para proteger la identidad de una líder amenazada.

El día que mataron a María Bernarda Juajibioy —una líder indígena del medio Putumayo—, Rocío se encerró en su casa y, mientras lloraba por la pérdida de su amiga, se repitió una pregunta una y otra vez: «¿Será que yo seré la próxima?» Tal como Juajibioy, Rocío ha dedicado su vida a su comunidad, manejando recursos para su desarrollo e impulsando el Acuerdo de Paz. Se sentía paralizada por el miedo.

«Mañana vendrán por mí».


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Rocío no tiene el lujo de contemplar el miedo por mucho tiempo. Le toca salir todas las madrugadas a buscar cómo alimentar a sus hijos. Mucho antes de que amanezca, ella ya ha raspado ocho o nueve arrobas de coca, que se venden por 8 mil pesos cada una. La coca sostiene a la comunidad y a su propia familia. Durante la pandemia, ha sido el único ingreso en medio de una economía rural quebrada. A la vez, este cultivo es el enemigo —una herramienta que utilizan los grupos armados para dominar a la comunidad—. Como todos los líderes comunales aquí, Rocío recibe de vez en cuando visitas no solicitadas de una comandante de un grupo criminal, quien da órdenes que hay que cumplir. Hay que obligar a la gente a cultivar. Hay que obligarles a protestar. Hay que hacer una lista de todos los residentes.

Putumayo hoy en día está sumergido en el miedo. Según algunos líderes de la zona, la zozobra que ha traído la imposición del control social por parte de los grupos armados es peor que nunca antes, inclusive la que se vivió durante los años del conflicto armado. La alta conflictividad se atribuye a una tormenta perfecta que se ha estado gestando desde el Acuerdo de Paz.

De un lado, los grupos armados han aprovechado de la debilidad estatal para expandirse y consolidarse, obligando a los campesinos que viven en sus zonas de influencia a sembrar coca o a trabajar en los cultivos. De otro lado, las promesas del Acuerdo de Paz ahora son poco más que un recuerdo olvidado. El Gobierno —en lugar de cumplirlas— solo se hace presente por medio de los militares, quienes forman parte de los equipos que erradican coca. Los grupos armados, por su parte, obligan a los campesinos a defender sus cultivos. Y aunque en el pasado la comunidad negoció con la Policía y el Ejército una erradicación parcial, ahora la orden es: no se arranca ni una mata.

La combinación de un acuerdo poco cumplido, grupos armados beligerantes y una política de confrontación confluyen para producir una crisis total.


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 “Es como si el Proceso de Paz nunca pasó”, resume otra líder social.

Según cuentan algunos acá, la geografía es la maldición del Putumayo. Sus canales fluviales conectan lugares dispersos, como venas en el cuerpo. Los traficantes mueven todo tipo de productos en lanchas que parecieran ser invisibles y los barcos militares son demasiado grandes para hacer monitoreo en aguas panditas. Hay dos rutas fronterizas: hacía al Pacifico por el río Putumayo vía Ecuador y hacía Brasil por el río Caquetá. Cuando las Farc-EP dejaron sus armas en 2016, los caminos de alta rentabilidad quedaron libres para quien quisiera reclamarlos.

Aun así, según algunos habitantes del Putumayo, la crisis que hoy viven no fue inevitable, sino el resultado de un débil apoyo estatal para el proceso de desarme y el poco cumplimiento con el Acuerdo de Paz. La implementación ha sido débil y llegó tarde. Después de haber participado activamente en crear una priorización de sus necesidades, la comunidad dice no saber qué pasó con los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (Pdet), del que solo se han hecho una o dos obras pequeñas.

En las zonas de desarme, miembros de alto y bajo rango de las Farc-EP se convirtieron en civiles, los primeros por convicción y los últimos por necesidad. No ha sido tan fácil para los mandos medios, que saben qué es tener poder y dinero, depender del Gobierno y vivir en medio de la pobreza. De allá salieron las nuevas disidencias y la desilusión de la comunidad es su munición para reclutar.

Sea cual sea la mecha inicial, desde el 2017 una mezcla de grupos apareció en el sur del departamento, cerca del río Putumayo. Había miembros del antiguo Frente 48 de las Farc-EP, de una estructura narcotraficante llamada «La Constru» y de bandas locales que controlan cascos urbanos y veredas cercanas, tales como «Los Escorpiones», «Las Mafias», «Los Azules» y «Los Bonitos». Estos grupos construyeron alianzas, repartiéndose el territorio y las etapas de las cadenas de producción y tráfico. La guerrilla —acostumbrada a estar en la selva— se dedicó a prestar servicio de seguridad para los traficantes.

A estos se les unieron, en 2018, disidentes bajo el mando del Frente 1 —liderado por Gentil Duarte en Guaviare—, que mandaron un grupo de avanzada desde Caquetá a tomar control del río Caquetá. Según cuentan fuentes de seguridad, al principio hubo concertaciones y acuerdos entre los recién llegados, quienes se hacen llamar el Frente Carolina Ramírez, y el antiguo Frente 48. El Frente 48 dejaba que los del Frente Carolina Ramírez entraran hasta un punto para tener al río Caquetá en manos amigas.

Esa alianza se rompió en el año 2019 y desde ese momento Putumayo vive las consecuencias. Según cuentan, en algún momento el Frente 48 quería pasar un dinero por el río Caquetá, pero fue incautado por el Frente Carolina Ramírez. Esto dio inicio a una pelea en la que los dos han venido actuando de manera cada vez más beligerante.

Hoy en día hay dos bloques en disputa. Primero, un tipo de Frankenstein que se llama Comandos de la Frontera, compuesto por una alianza entre el Frente 48, «La Constru» y una docena de bandas delincuenciales. Aunque incluye a exmiembros de las Farc-EP, las comunidades cuentan que se comportan como paramilitares. Segundo, el Frente Carolina Ramírez, que mantiene su identidad guerrillera con manuales de convivencia y retórica con tonos políticos.

Mientras los grupos armados consolidaban su control, las fallas en la implementación del Acuerdo de Paz se multiplicaron. En diciembre de 2016, Putumayo cultivaba alrededor de 25 mil hectáreas de coca, la segunda concentración más grande en el país. Después de una dura historia con erradicación y fumigación, los impulsores del Programa Nacional Integral de Sustitución (Pnis) necesitaban hacer un gran esfuerzo para convencer a los cultivadores a participar cuando el programa aterrizó en esta zona en 2017.

Muchos líderes de las Juntas de Acción Comunales jugaron ese papel, sembrando la esperanza en sus comunidades de que podría haber una solución concertada. Pero había dudas por todo lado. Un líder de las JAC recuerda que hasta los soldados que acompañaron los procesos de la erradicación voluntaria dijeron a la comunidad que fue un error de cálculo creer que el Gobierno cumpliría. Aun así, más de 20 mil familias firmaron acuerdos para sustituir sus cultivos, el número y tasa de participación más alta en Colombia, y arrancaron 13 mil hectáreas de coca voluntariamente.

Desde el inicio el programa de sustitución voluntaria se demoró en llegar. Los pagos de ayuda inmediata destinados a las familias se retrasaron, en octubre de 2020 solo el 62 por ciento de las familias en el municipio de San Miguel, por ejemplo, los habían recibido. Hoy ninguna familia en Putumayo cuenta con un proyecto productivo en funcionamiento para reemplazar la coca. Los firmantes se desesperan por la falta de ingresos. Algunos se fueron a vivir a los cascos urbanos o a otras regiones; otros buscan a quien culpar.

“En la vereda, yo soy la persona que llevó la gente al programa, y ahora dicen que la culpa es la mía”, dice el líder de la JAC.

“El incumplimiento del Gobierno nos pone en una situación muy peligrosa”. Al menos 7 líderes que apoyaron la sustitución han sido asesinados desde la firma del acuerdo en Putumayo.

Los grupos armados en la zona sabían cómo aprovecharse de la crisis económica que atravesaban las familias Pnis: ponerles a resembrar coca. A los cultivadores se les ofreció crédito, semillas y trabajo por jornadas bien pagado. A los jóvenes los atrajeron con salarios que van desde 700 mil pesos colombianos hasta los 2 millones mensuales para unirse a sus rangos, según fuentes locales y monitores internacionales.

No es secreto —dice un firmante— que a muchos les tocaba volver a sembrar. «No mucho, pero un poco, para sostenerse».

Para los Comandos, sin embargo, la estrategia de impulsar la economía cocalera no es un fin en sí mismo, sino que hace parte de una estrategia que otra líder comunitaria describe como “control total.”

Hace poco, cuentan varios líderes comunales en la zona, los Comandos de la Frontera convocaron a los presidentes de las JAC y los hicieron responsables de que las reglas impuestas por el grupo se cumplan. Cuando algunos se negaron a hacerlo, los Comandos llegaron a las veredas directamente, una a una, para imponer el orden. Obligaron a los presidentes de las JAC a convocar a la gente y ponían multa a los que no asistían.

“Dijeron que todos debemos sembrar al menos media hectárea”, recuerda una presidenta de la JAC. “Dijeron que todos debemos protestar la erradicación. Ellos saben dónde vivimos todos nosotros, qué hacemos. Tienen nuestros números de teléfono”.

A la vez de cooptar a las JAC, uno de los pocos espacios democráticos que existen en la vida cotidiana de los habitantes de esta zona, los grupos criminales aplican otras dinámicas de presión. Las comunidades cerca a las instalaciones petroleras reportan que los Comandos de la Frontera ocupan sus espacios de representación en las negociaciones de los proyectos sobre las condiciones de cómo se hará la explotación.

Frente a recientes protestas en contra del daño ambiental, “nos dijeron que los proyectos energéticos significan desarrollo y hay que acabar con la resistencia porque equivale a hacer resistencia al desarrollo mismo”, dice una líder. “Nos obligaron a aceptar las condiciones, contándonos que ellos ya negociaron con la empresa”.

En zonas de confrontación entre grupos rivales, la comunidad no sabe quién es quién y menos cómo deben actuar para evitar violencia. Los combatientes no viven en campamentos ni se ponen uniformes, tienen alta movilidad dentro de la comunidad y están vigilando en todo momento. En las palabras de una analista: “La población está viviendo bajo mucha presión para colaborar y hay castigos por trabajar con un grupo o el otro”.

La disputa entre los dos bloques armados puede calentarse. El 15 de marzo pasado se hizo público un video en donde Hernán Darío Velásquez, alias «El Paisa», parece anunciar una nueva alianza entre los Comandos y la Segunda Marquetalia, la disidencia que lidera Velásquez con Iván Márquez y Jesús Santrich. Mientras que algunas fuentes de seguridad manifiestan dudas sobre el video, para la comunidad es otra amenaza de conflicto. Cada uno tiene su teoría sobre qué está pasando. Quizás la Segunda Marquetalia quiere alinearse para aprovechar la presión que ya ejercen los Comandos sobre el Frente Carolina Ramírez, rivales bajo el mando de Duarte. O quizás para los Comandos cualquier alianza sea un negocio: la oportunidad para transformarse de un grupo con acceso a rutas locales a una alianza de traficantes con alcance nacional.

La zozobra es invisible, excepto para los que la viven. Muy pocas victimas de coerción, amenazas, violencia o reclutamiento denuncian por temor a represalias contra ellos o sus familias. Pero evidencias hay. Por ejemplo, hace poco entre 15 y 20 familias estaban saliendo del país cada semana, desplazadas hacía Ecuador. Otras comunidades se sienten confinadas por la vigilancia sobre quien puede entrar y salir de sus zonas. Circulan panfletos tras panfletos con nombres de los así llamados objetivos militares.

“Estamos tan amenazados que casi no tenemos espacio”, dice una trabajadora social. “No podemos convocar a la comunidad para participar en proyectos de desarrollo porque eso les pone en riesgo”.

Y en medio de esa olla de presión llegan los erradicadores.

La coca está de vuelta en el departamento con 25 mil hectáreas cultivadas, según el monitoreo más reciente de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc). La Policía y el Ejército tienen metas por cumplir en erradicación manual. Con más y más frecuencia, la ciudadanía también recibe órdenes para protestar —aunque muchos manifestarían en contra de la erradicación sin necesidad de lo que los presionen—. En el primer semestre de 2021, hubo al menos 150 marchas en contra de la erradicación en Putumayo, según la Fuerza Pública.

El reclamo de las comunidades cocaleras es que ellos cumplieron con el Pnis, pero el Gobierno les abandonó por cuatro años. Cuatro años de aguantar hambre, de cruzar los brazos mientras grupos armados cooptaron las zonas, de preguntar si esperar o resembrar. Si hay coca hoy en Putumayo es por el incumplimiento del Gobierno, dicen los firmantes.

“Qué tan diferente sería el departamento hoy si el programa hubiera cumplido”, dice un monitor comunal.

La coca hoy es una realidad y donde vive Rocío todo se complica con la erradicación. La comunidad entiende que deben manifestarse donde haya operaciones de erradicación. Hay multas para los que no van. Los grandes cultivadores —que tienen 10 o 20 hectáreas— pagan los costos de las protestas como la comida y el transporte, mientras los cultivadores pobres actúan como escudos humanos. En muchos casos hay mujeres, niños, y ancianos en medio de las protestas o a su alrededor. El 23 de abril reportaron una niña herida durante una operación de erradicación en la Zona de Reserva Campesina Perla Amazónica.

A Rocío no le gusta ir a las manifestaciones y para evitar protestar le ha tocado cocinar para los demás. Hace poco ella le dijo a la comandante que no protestaría más y todavía se pregunta si habrá consecuencias por su momento de valentía.

Se pregunta, también, qué tipo de Estado deja a sus campesinos sin ingresos y solo llega para erradicar cuando por fin les toca resembrar. Qué Estado les deja desprotegidos en manos de los grupos criminales. “Si nos erradican la coca, ¿qué solución tienen para mí? ¿Cómo debo alimentar a mis hijos? La coca es como los sostengo”, dice.

“Usted, el soldado, se irá después de erradicar, pero yo como líder estaré acá, quemada por lo bueno o lo malo que sigue”.


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