La profe indígena que pide garantías para el regreso a las aulas

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SEmana Rural

SIBUNDOY, PUTUMAYO Solo el 2 por ciento de los alumnos de Ana María Muchavisoy cuenta con Internet. Así es dar clases en medio de la pandemia en una institución etnoeducativa Kamëntsa del Valle de Sibundoy, en Putumayo.

En la institución se promueve la identidad Kamëntsa a través del aprendizaje de las artesanías, la música, la medicina tradicional y la lengua | Por: ©Archivo Semana/ Íngrid Serrate- Macroterritorial Amazonía de la Comisión de la Verdad

Solo el cacareo de un viejo gallo rompe el silencio del amanecer. A esa hora, el frío golpea fuerte en el Valle de Sibundoy, pero la profesora Ana María Muchavisoy está lista y tiene el material para cada uno de sus alumnos en una maleta. Su voz, como la energía eléctrica en su vereda, aparece y desaparece a través del celular. 

Desde hace casi tres décadas, Ana María se ha dedicado a enseñarles a niños y jóvenes sobre la cultura de los Kamëntsa y su identidad. Como miembro de la Institución Etnoeducativa Rural Bilingüe Artesanal Kamëntsa, su vocación ha sido proteger su lengua, el ‘Bengme Luar’ que significa su territorio, la ‘Jajañ’ que significa chagra, que son sus huertas tradicionales y la ‘Shnaneg’ que significa medicina tradicional.


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La neblina aún decora el valle donde nació su pueblo. Como todas las semanas, Ana María se alista para recorrer Sibundoy como pueda: en moto taxi o a pie. Debe llegar a la casa de cada alumno para repartir los materiales de clase. En esta zona del Putumayo la virtualidad es solo un sueño para la mayoría de los estudiantes. Solo el 2 por ciento de los niños a quienes Ana María dicta clase tienen acceso a Internet y a un computador.

Los Kamëntsa nacieron en el Valle de Sibundoy en Putumayo. Esta zona es su territorio ancestral. ©Archivo personal

Según cifras del MinTic, en departamentos cómo Vaupés, Vichada, Amazonas, Guaviare, Guainía, Putumayo, San Andrés, La Guajira o Cauca, hay cinco o menos conexiones fijas a puntos de Internet por cada 100 habitantes, frente a 25,3 accesos a Internet que existen en Bogotá por cada 100 habitantes.

Esta situación, además de la baja conectividad de redes celulares, hizo que el trabajo de Ana María se triplicara con la pandemia. “No sabíamos cómo hacer, además en medio de esa crisis repentina había muchas herramientas con las que no contábamos”, explica Ana. Con esfuerzo adecuaron guías, y cada uno de los profesores del colegio cambió su salón de estudios por la sala de sus casas.

Algunos de sus alumnos tenían acceso a Internet, entonces se adaptó para poder enseñarles a través de herramientas virtuales, pero la mayoría de niños no contaban con ellas. Por eso, además de recibir a algunos en la sala de su casa, casi todos los días visita cada una de las veredas de Sibundoy, como una mensajera del conocimiento.


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En la imagen se pueden ver una familia Kamëntsa en Sibundoy. También se pueden ver algunas de las artesanías, como el tejido o la escultura, que caracterizan a este pueblo que los estudiantes aprenden a hacer en la institución.

©Ministerio de Cultura de Colombia

Su labor impulsa la cultura Kamëntsa en los más jóvenes de la región. Cuando yo estaba en el colegio no podía hablar en mi lengua materna, me tocaba estar callada o hablar en español. Por eso se ha perdido nuestra identidad, porque no había espacios de tradición para transmitir nuestra cultura a los más pequeños. La institución es un patrimonio de nuestra comunidad, porque cuidamos nuestra cultura y nuestra identidad, explica Ana María.


La Institución Etnoeducativa Rural Bilingüe Artesanal Kamëntsa fue fundada en 1994, luego de que la Constitución del 91 reconoció a los pueblos indígenas como sujetos de derechos, dando así valor a las identidades propias de cada una de las  comunidades. La institución entonces además de tener un plan de estudios similar al de escuelas de colonos, ofrecía clases en artesanías, en la lengua ancestral e incluso en medicina tradicional.

Así, los mayores Kamëntsa aseguraban que sus niños, no solo desde sus casas o resguardos, sino desde su formación, preservaran su propia identidad: Ka, que significa mismo; mën, que significa ser o estar; ts, que significa lugar, y á, que significa persona. Esto, de forma simplificada, se refiere a la persona que pertenece al grupo étnico y hablante de un mismo idioma: el Kamëntsa.

En la foto se ve a Ana María revisando una de las plantas en su chara, que signfica huerta en español y donde cultiva cientos de plantas que han acompañado a su cultura por generaciones. Est a es una de la materias que dicta en la institución. ©Archivo personal

Esta labor es la que hoy, en medio de la pandemia y la incertidumbre de volver a la educación presencial, preserva Ana María. Es docente de la Chagra, como se conoce a las huertas tradicionales de los Kamëntsa; de medicina tradicional, que es un aspecto clave de su cultura, y de ciencias naturales, fundamental en la relación armónica y espiritual con Tsbatsanmama (la Madre Tierra), como fuente y principio de la Ley de Natural que se refleja en el pensamiento propio de este pueblo.

Pero la cuarentena y el coronavirus, a pesar de las dificultades, fortalecieron los cimientos para que los niños se reencontran con su cultura. Como dice Ana María, “la pandemia  generó otra vez una relación con la medicina ancestral, con nuestra lengua. Los alumnos y sus familias han vuelto a sentirse Kamëntsa”, explica. Desde sus casas los estudiantes han cultivado sus propias chagras e incluso han usado plantas medicinales para prevenir enfermedades respiratorias.


Para Ana María, la educación presencial debe regresar. “Hoy la formación no es la misma, muchos de nosotros, sino todos queremos volver. Queremos volver a conversar, a encontrarnos pero no tenemos las garantías”, explica Ana.

El pueblo Kamëntsa gira en torno a la familia y a la preservación de la cultura. En la pandemia estos valores se exaltaron por el tranbajo de profesoras como Ana María, quien ha sacrificado todo para cuidar a sus alumnos y su identidad. En la foto se ve a Ana María, en el centro con un collar y vetida de rojo, durante el Festival del Perdón “Bëtsknaté”.
©Archivo Personal

Para ella, sus estudiantes son como sus hijos y sabe que no están recibiendo la educación que necesitan. Sabe que las prácticas propias de su pueblo requieren de esa unión, de cercanía. “A los profesores de artesanías les ha tocado hacer de las salas de sus casas su salón de clases y recibir allí a los niños. Es muy difícil para ellos poder transmitir esos conocimientos por una llamada telefónica o por un mensaje de WhatsApp y se han tenido que arriesgar”, cuenta.

Pero en el colegio no hay garantías para regresar. No tienen agua, tienen pocas dotaciones de alcohol antibacterial y tapabocas, que además han conseguido con sus propios recursos, y no hay opciones para el transporte o la alimentación de los niños.

“Si la escuela se convierte en un espacio de contagio,no sería justo, pues la vida es lo más sagrado. Nosotros queremos, planeamos y necesitamos volver, pero es muy importante promover que el Estado garantice esos recursos en las instituciones—dice Ana con resignación—. Que al menos tengamos lo básico para poder cuidarnos y cuidar la vida de los estudiantes, los docentes y de familias”

En la foto se puede ver a Ana María (derecha), quien le enseña a una de sus estudiantes el manejo de la chagra durante uno de sus recorridos por las veredas del municipio. ©Archivo personal

La infraestructura en salud del municipio es muy precaria, y a pesar de que los contagios no han sido tan altos, en Sibundoy, según datos del Instituto Nacional de Salud, hay 541 casos en un municipio de 14,104 personas. El riesgo es grande. La letalidad del virus es más alta en Putumayo: es del 4,4 por ciento frente a la letalidad nacional, del 3,2 por ciento.

Pero a pesar de la pandemia y con lo poco que le queda de voz y a veces de energía, Ana María seguirá recorriendo el Valle de Sibundoy, para que sus alumnos puedan acceder a la educación de sus ancestrosSueña con que otra vez, en la vereda Las Cochas, vuelvan los niños a tejer, a bailar y a cultivar una identidad que se siente desde su forma de reír, hablar y trabajar la tierra.


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