Un rincón oculto en medio de las montañas del Alto Putumayo

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En compañía de su madre, Dalid fue hasta el Porotal. En el camino recorrió los pasos de las mujeres de su familia y le dio sentido a cosas que jamás había pensado. Crónica

Por: Dalid Rosero

Era un sábado del mes de octubre de 2020, una mañana fría acompañada por el canto matutino de las aves y cargada con la incertidumbre que trajo consigo la pandemia. Mientras tomaba un café para disipar mi ansiedad, observaba cómo las plantas de la huerta se encontraban cada vez más grandes y sanas. A la par, me preguntaba cómo sería vivir en la montaña y poner en práctica lo aprendido con mi mamá, mi abuela y las mujeres que me han compartido sus conocimientos. Se hicieron las 10:00 a.m., ya era hora de partir hacia la vereda el Porotal en compañía de mi madre, quien no pisaba estas tierras hace más de 14 años; no acabamos de salir y ya nos esperaban cuatro horas de caminata en medio de las trochas que atraviesan una parte del bosque andino del Valle de Sibundoy.

Comenzamos la caminata en medio del día soleado, la conversación nos hacía olvidar por un momento la lejanía del lugar y el «distanciamiento social» que tendríamos ese fin de semana. Lo curioso es que al atravesar el derrumbo (una de las fallas terrestres más grandes que hay en medio del camino) termina el área de cobertura y comienza un viaje mágico por la riqueza natural que acompaña esta travesía. Desde que tengo memoria y noción de ella, no recuerdo recorrer ese camino en compañía de mi madre. Siempre veo la silueta de mi abuela liderando el paso, quien, aún con su cuerpo cansado por el paso de los años, me decía: ¡Camine bien! Hasta ella notaba la torpeza con la que andaba. Hace siete años ella no está con nosotros y a partir de ese entonces comencé a caminar ese trayecto sola o en compañía de mi perra.


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“Por aquí, en esta parte, era el camino viejo”, exclamó mi mamá al ver el cruce hacía una trocha. Manifestó que, antes de que existiera el camino que yo conozco, había uno más largo y tedioso, por donde transitaron de 15 a 20 familias que habitaron la vereda, las cuales se dedicaron su labor a la agricultura y ganadería. “Cuando era pequeña me mandaban a traer la leche hasta aquí”, exclamó ella con un aire de melancolía y asombro por las andanzas de su vida de campo. Escucharla hablar de sus aventuras me asombraba, porque a su corta edad era una guerrera, como muchas de las niñas que crecen en el campo Colombia. Sin embargo, no entendía por qué ella, como muchos de los habitantes del lugar, se marchó de ese paraíso.

Continuamos con el trayecto hasta llegar a la casa de mi abuela: una casita de madera ubicada en medio de una montaña, en la que todavía reposa el calor que alberga una construcción hecha con la labor del campo. A su alrededor, aunque con el monte expandiendo su crecimiento, todavía se pueden encontrar productos de la zona, como caña de azúcar, porotos, cidras, frijol tranca, chimbalos, maracuyas, limones y alguna planta aromática que ha sobrevivido. Es increíble que desde este lugar se puede contemplar la belleza de la cordillera de los Andes en su máximo esplendor, además del canto de las aves que juegan de un lado al otro y el sonido del río Putumayo, que fluye y recoge las aguas que nacen por estas montañas. Esa noche llegamos a preparar algo de alimento y posterior a ello a tomar un merecido descanso.

A la mañana siguiente nos sorprendió el canto de las aves que revoloteaban anunciando el amanecer. Por un momento sentí que podía quedarme por mucho tiempo en ese lugar, vivenciando el paso del tiempo sin la prisa que demanda la vida cotidiana en las zonas urbanas. Comenzamos la jornada con un café y la preparación de una deliciosa cuajada para ponernos en manos al trabajo de limpieza de la zona. No había visto a mi mamá estar con tanta tranquilidad y entusiasmo. Mientras cogía su machete y garabato (objeto utilizado para tomar el monte y no cortarse), recordaba las fiestas que celebraban en la casa, las mingas que realizaron en los caminos, su paso por la escuela rural, los encuentros con los depredadores de la naturaleza, anécdotas de ella y sus hermanos, desacuerdos familiares, los tiempos de cosechas, entre otras. “¡Cuánto ha cambiado esto! Recordaba un lugar muy diferente”, exclamó viendo el horizonte con cierta nostalgia, como si en su mente pasaran muchos de los recuerdos ahí vividos. Esta vez yo solo era una receptora de sus anécdotas, que tal vez no queden grabadas en estas palabras, pero sí en mi mente y al ver los lugares que recorrí ese día junto a ella.

Era la primera ocasión después de muchos años que escuchaba y vivenciaba los saberes que reposan en la memoria de quienes habitaron el lugar. Observé un cuerpo que, a pesar de estar distanciado del quehacer del campo, recordaba con toda facilidad sus actividades. Los gestos comenzaron a manifestarse con la naturalidad que reposa en la zona. Todo esto era para no creer, no sabía en qué momento la vereda fue testigo del florecimiento de una comunidad que amaba el estar en el campo, buscando incansablemente que esto no se apagara, pero que de un momento a otro vio marchitar poco a poco su grandeza. Esta última etapa la conocí en mi niñez. Se notaba siempre un silencio que en ese momento no entendía, pero que no fue excusa para no tomarle amor a ese rincón de la montaña y preguntarme constantemente en cómo sería vivir ahí.


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El día nuevamente nos tomó por sorpresa cuando ya había llegado nuevamente la noche. Nos dispusimos a descansar para arrancar nuevamente la caminata de regreso. Nos levantamos enérgicas, alistamos lo necesario en los maletines y ¡a caminar se ha dicho! Estábamos un poco sorprendidas de haber hecho mucho en tan poco tiempo, de recorrer a través de la palabra esa memoria que reposa en quienes habitaron el lugar y de reafirmar el interés que hay en retomar los pasos de quienes recorrieron las trochas en búsqueda del buen vivir. Volver al pueblo trajo consigo nuevas experiencias para contar y poner en práctica, pero sobre todo el interés por compartir a quienes quieran saber de ese rincón que se oculta en la montaña.

Las2Orillas

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