Por: Beatriz F. Solarte, Radio Nacional Nariño
Este será un recorrido por el secreto milenario que guardan los pueblos indígenas de Nariño y Putumayo, aún estando a kilómetros de distancia entre ellos, los une la misma cosmovisión sobre el cuidado de la tierra, reflejada en sus cultivos, sus huertas, chagras y cosechas.
“Sur de Colombia, nudo de los vientos, tierra de memoria, balance perfecto entre la ancestralidad, la tierra, la siembra y la cosecha. Caminamos entre asfalto, modernidad y la tecnología, pero tierra es la voz viva de los Andes que nos sostiene”. Con estas palabras de Rosy Tisoy, una mujer de 39 años de la comunidad Inga de Sibundoy en Putumayo, seremos testigos de las milenarias tradiciones de los indígenas del sur del país. Y junto con el Resguardo del Sol de los Pastos en la vereda La Cocha, en el departamento de Nariño, compartirán los secretos de la estabilidad alimentaria en sus territorios, de los productos orgánicos y de su sabiduría milenaria, los que serán entregados como un legado a una joven de ciudad para que emprenda en su terraza una huerta casera, llevando así la “mindala” (acto de compartir e intercambiar conocimientos, alimentos, semillas, entre otros saberes) de la ‘Pacha Mama’ al mundo.
Siendo las 7:00 de la mañana, en los días fríos de octubre, en el extenso Valle de Sibundoy, Rosy ha realizado ya las arduas labores del campo, y con ese aroma de hogar que ofrece un café preparado con leña continúa su camino a la chagra, su versión de una huerta que nunca necesita químicos. Sale de su casa familiar en compañía de su madre Esperanza Tandioy, una mujer de 68 años, y juntas pasan a buscar los alimentos para preparar la comida del día, entre sus cultivos de habas, zanahorias, arracachas y demás hortalizas que crecen de manera natural, cuando caen las semillas entre la tierra abonada orgánicamente con las misma hojas de las plantas o con el estiércol de animales de granja.
Las warmis o mujeres se ciñen la cintura con un “chumbe”, que es una faja ancha de lana o algodón de colores rojo, blanco y azul, ajustando una falda negra o “pacha” de lana, y no puede faltar una blusa o “tupulli” de algodón, generalmente rojo o azul. Con sus trajes tradicionales y sus collares largos, conocidos como chaquiras, muestran respeto por la vida y las tradiciones, estas mismas tradiciones que se ven en los cultivos de la chagra. Allí no hay zurcos o caminos de plantas como se ve en la agricultura tradicional, allí, en cada paso, hay todos los productos de la región en una sinfonía de color.
“La chagra es una soberanía alimentaria, la chagra es todo. Nuestros abuelos nos enseñaron a cuidarla y estamos en la tarea de seguir”, dice Rosy. La chagra al tener la mezcla de varios cultivos, permite la estabilidad de la tierra, el PH necesario para que los insectos y plagas no toquen la cosecha, son las flores amarillas, el ajo y la ruda, las que se siembran por lo regular en sitios estratégicos, para generar este equilibrio ambiental, que evita en su totalidad el uso de insumos químicos.
Esperanza, de la comunidad Inga de Sibundoy, carga en la espalda a su nieto, un pequeño de dos años arropado entre la baita (manta con la que cargan los niños). Juntos recorren las siembras, hablan, comparten y así se transmiten legados de generación en generación. Dice que en algunos conversatorios les pregunta a los niños y jóvenes ¿de dónde creen que vienen los alimentos?, “y ellos le respondieron que en la nevera, ¿de dónde coge la leche? en la nevera en la bolsa… entonces no está bien la situación, porque el ganado, las frutas, las plantas, todo lo encontramos en la chagra, la huerta. Si tienen un pedacito de tierra es muy valiosa, hay que cultivar para vivir más, porque si no cultivamos todo se va acabando, y nos vamos a enfermando y la generación no dura”, expresa Esperanza.
Para los Inga la sabiduría no se guarda, se comparte, por esta razón Rosy comienza un viaje desde Sibundoy (Putumayo) hasta el pueblo Quillasinga, “refugio del sol”, en Nariño, donde se encuentra con Marcela Criollo, una joven mujer que conserva el poder de la mujer indígena. Ella se dedica a atender sus cultivos y es chef de un restaurante familiar. Allí, entre las dos mujeres, prepararán el fruto de su legado, y lo entregarán a las personas de la ciudad.
Es un día caluroso, atípico en la laguna de La Cocha, sitio turístico que se sitúa aproximadamente a 20 kilómetros del casco urbano de Pasto y a 2.680 metros sobre el nivel del mar, pero que también es el hogar de la comunidad indígena de los Quillasingas. En este mismo ejercicio de compartir sus conocimientos, Rosy y Marcela permitieron que una adolescente de la ciudad de Pasto, Sara Valentina Pérez, se adentrara con ellas en los territorios de La Cocha para conocer, vivir, palpar la tierra, sembrar un árbol, cosechar los frutos y reconocer por primera vez la tierra en su esencia, que puede ser sencilla y plena en los huertos y chagras, pero eterna como el churo cósmico (símbolo de eternidad de los indígenas similar a una espiral).
“Para nosotros la chagra es muy importante, tenemos una parte muy bonita de nuestras comunidades indígenas que es aprender a cultivar para obtener nuestros propios alimentos, sin agrotóxicos y cómo demostrar a la gente que sí se puede, que sí tenemos nuestra propia manera de subsistir”, dice Marcela.
La llegada de Sara Valentina presentó un gran reto, dado que es una joven de 13 años, estudiante de octavo grado de bachillerato del Colegio Carmelitas en Pasto, quien, como muchos jóvenes, vive en contacto con los contenidos digitales. Algunos niños, niñas y jóvenes viven alejados de la realidad del campo y su entorno. Al cabo de varios recorridos en territorio indígena de los quillasingas, Sara comparte y aprende de un mundo inexplorado para ella.
Mientras tanto, Aníbal Criollo, indígena quillasinga y reconocido chef de gastronomía tradicional de Nariño, propietario del restaurante Naturalia, explicó que gracias a sus cultivos, pudieron salir a flote en esta época de pandemia generada por el Covid-19 y donde hubo aislamiento obligatorio, lo que limitó la comercialización de productos. “Nos dimos cuenta en estos siete meses que hemos estado encerrados que yo fui afortunado, porque mientras en la ciudades estaban encerrados en cuatro paredes que no sabían qué hacer, aquí nos sobró el agua, sobraron las ocas (tubérculo conocido en otros lugares como arracacha), sobraron las papas, sobró la leche, hubo chance de compartir o hacer la “mindala”. Muchos científicos, muchos investigadores hablan de soberanía alimentaria y sostenibilidad pero en el papel, yo hablo, yo lo hago untando las manos en la tierra, lo hago con los sedimentos, lo hago con mis mascotas, lo hago con mi familia, con los que me visitan, comparto la soberanía alimentaria, yo la comparto”, afirmó Aníbal.
Marcela también reflexionó sobre el impacto que pudo tener la pandemia y la diferencia que se genera cuando hay soberanía alimentaria en las comunidades. “Debemos sembrar nuestros productos, es muy importante porque, si bien la pandemia nos trajo tanto desastre, en nuestra comunidad no se sintió tanto porque teníamos nuestros productos, no estamos necesitando de que nos traigan de otro lado, sino que tenemos las cosas en casa», afirmó.
Anibal, Marcela y Rosy, al final del día, se reúnen en la “tulpa”, un fogón donde convergen las historias, la sabiduría y, por supuesto, la comida que se cosechó durante la jornada. Allí, Marcela y Rosy le entregaron a Sara una maceta con una plántula de uchuvas, adornada con el símbolo del churo cósmico que representa el intercambio de saberes, y el compromiso que ella tendrá, como adolescente de la ciudad, de llevar al mundo la chagra, la siembra, la cosecha, la “mindala” y un poco de esa sabiduría milenaria de los indígenas del sur del país.
El chef Aníbal Criollo y su sobrina Marcela los despidieron con una arepa llamada por los indígenas la ‘callana’, que lleva salsa de mora y uchuvas, decorada con flores de su jardín. Aníbal recalcó la importancia de cuidar este entorno saludable y dejarlo como legado para los jóvenes y para los guaguas (nombre de los niños en territorio Quillasinga) que vienen después.
Por su parte, de regreso a Pasto, Sara cumplió su cometido, armó con material reciclado una huerta casera en la terraza de su casa y con alrededor de 50 plántulas de hortalizas hizo que ese legado representado en una planta de uvillas saliera del campo a la ciudad para trascender y dar vida a una nueva historia de la cordillera de los Andes en la ciudad.
“Voy a guardar la “mindala”, que es el compartir, es tener ese acercamiento con otras personas y no ser egoísta, darles tus cosas, así sean las más pequeñas. Compartirles cómo me compartieron lo de las huertas”, dijo Sara mientras cuidaba de su pequeña chagra. Ella también envió un mensaje inspirada por estas experiencias que ha vivido, donde considera que el mundo debería darse la oportunidad de entender algo nuevo, pues la vida misma crece en estos espacios y eso para ella es muy significativo. “Es saber que puedes producir tu propia comida de tu casa, es algo que te llena de alegría y que no tienes que ir a comprar cosas, que puede cortar, comer y cocinar”, concluyó esta joven de ciudad que hoy transmite un legado ancestral.