Historia para Leguizameños / as (25)

Publimayo

Por : Elvis Vera

1918

Abril 3.

Fray Gaspar de Pinell, dirige una expedición desde Puerto Asís hasta Manaos para explorar las condiciones comerciales de dicha ruta.[i] En dicha expedición fue acompañado por el Dr. Márquez, con quien estudió la zona de la desembocadura del Caucaya, concluyendo que el lugar era apropiado para la fundación de una población.  Sus aportes fueron tenidos en cuenta para que la Comisión ordenada por el Gobierno Nacional y acompañada por los misioneros, lo escogieran para la fundación en enero de 1920 de una Colonia Penal, que nunca se convirtió en tal.[ii]


Publimayo

“Por fin amaneció el 3 de abril, día memorable en mi vida. A las cinco de la mañana celebré la santa misa, (Pág. 11)

…Después de estar todo embarcado y acomodado en el Bote Márquez, a las ocho de la mañana dejábamos Puerto Asís. (Pág. 11)

(4 de abril)… El segundo día de viaje llegamos a Yocoropui en las últimas horas de la mañana. Es Yocoropuí un pueblo de indios, formado con los restos de las antiguas tribus de Montepa y Sotoaro. Como sabe Vuestra Reverendísima, estos indios tienen sus hijos en el Orfelinato de Puerto Asís, y en lo espiritual son bastantes civilizados. Acostumbran subir a la colonia en las principales festividades del año: Navidad, Semana Santa, Corpus Christi, etc. algunas familias de este pueblo quedaron en Puerto Asís cuando nosotros salimos; habían subido a visitar a sus hijos y a asistir a las funciones de Semana Santa; pero otros no se movieron del pueblo. Allí encontramos también unos ocho indios de la tribu de macaguajes de Montoya, que todavía no eran bautizados. Por medio del interprete Antonio Vargas y del catecismo en estampas, catequicé lo mejor que pude a los macaguajes no bautizados, regeneré sus almas con el agua de salvación, les administré el sacramento de la confirmación y presencié el enlace matrimonial de una pareja de estos nuevos hijos de la iglesia. Confesé y di la santa comunión a los demás indios ya instruidos, y además administré diez y nueve confirmaciones y dos bautismos de párvulos. De manera que la demora de día y medio en el pueblo de Yocoropui se puede decir que fue abundante en cosecha espiritual. (Pág. 13)         

… El 6 de abril seguimos nuestro viaje, despidiéndonos de la tribu de Yocoropui. El día 7 por la noche nos sucedió el primer percance. Poco duchos la mayoría de los bogas en el conocimiento de la dirección de los huracanes, no se fijaron en los primeros días del viaje hacía qué punto del horizonte quedaba la puerta de los ranchos que construían en las playas para pasar las noches. Es regla general en la región del Putumayo que nunca debe quedar la puerta del rancho hacía el Oriente, porque casi siempre las tempestades, precedidas de fuertes e imponentes huracanes, vienen del Oriente, y si cogen los ranchos por el lado de la puerta, los desbaratan en un momento, dejando a los viajeros en la intemperie, y lo que es peor, recibiendo sobre sus personas y camas el diluvial aguacero que acompaña a dichos vientos.


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Esto nos aconteció en la memorable noche del 7 al 8 de abril. (Pág. 15-16)

… El 8 de abril, al atardecer, llegamos a la tribu de Tapacunti. Esta tribu está formada de indios macaguajes, que casi no entienden una palabra de castellano. Estos indios son pocos en número, unos veinte, y bastante salvajes; algunos no habían visto nunca al misionero. Allí pasamos día y medio.

Valiéndome del Catecismo en estampas y del intérprete Vargas, catequicé algo a estos pobrecitos, suplí las ceremonias y bauticé sub conditionea nueve adultos y tres párvulos, administré veintiuna confirmaciones y casé a tres parejas. Algunos blancos que acudieron, y también algunos indios huitotos algo civilizados, se confesaron y comulgaron, y las comuniones que distribuí ascendieron a treinta y una. (Pág. 16-17)

El 10 de abril a mediodía pudimos contemplar la desembocadura del río Güepí. Este lugar es punto céntrico a donde acuden los indios de algunas tribus de huitotos que viven no muy lejos de ahí. De Güepí arranca una trocha que en día y medio conduce a los lagos de Lagarto Cocha, desde donde se pueden embarcar mercancías hasta el río Napo y paras introducir mercancías y víveres, sobre todo sal del Perú. Los indios huitotos en referencia son los principales cargueros y bogas de esta vía; con este oficio ganan ropa para vestirse los que no van desnudos y también pertrecho y armas.

Nuestro primer cuidado al llegar a Güepí fue levantar el censo de indios y blancos de aquellos alrededores e imponernos bien si era posible que se reunieran en un solo lugar para constituir un caserío, donde les pondría escuela y hasta misionero, si la fundación se estabilizaba. A la vez hice avisar a todos los blancos que procuraran venir a la casa de Artemio Muñoz, donde estábamos hospedados, a fin de que asistieran a las instrucciones catequísticas que les dirigía y poder recibir los santos sacramentos.

En cuanto a los indios, les mandamos avisar que se reunieran todos en la tribu de los caimitos, distante unas cinco leguas de la casa de Muñoz, en el interior del monte, dirección oriental, en las cabeceras del Peneya, donde iríamos a catequizarlos, adminístrales los sacramentos, nombrarles autoridades y tratar de persuadirlos a que se reunieran en un solo punto. Cuatro días estuvimos en la casa de Muñoz, catequizando a los blancos y también a algunos indios que acudieron allí.  El fruto cosechado fue de catorce bautismos de indios adultos, quince de párvulos blancos e indígenas, sesenta y dos confirmaciones, sesenta y nueve confesiones y comuniones y doce matrimonios, siete de blancos y cinco de indígenas.

Mientras me ocupaba en trabajos apostólicos, el doctor Márquez recorría los terrenos de la vecindad, con el fin de escoger el lugar más apropiado para la fundación del caserío. Después de estudiar varios puntos, se resolvió que el lugar más conveniente era el mismo en estaba la casa del señor Artemio Muñoz. A todos los que se les habló de la fundación les pareció muy buena idea y prometieron contribuir para que pronto se realizara.             

El 15, después de la santa misa, seguimos a la tribu de los caimitos, donde debían esperarnos todos los indios huitotos de los alrededores. A pie por una trocha llena de barro y atravesando terrenos en parte cenagosos, a las cuatro y media de la tarde llegamos a la mencionada tribu. Los indios nos recibieron con muestras de cariño y respeto. Algunos iban completamente desnudos. Se habían reunido ciento treinta y cinco. Levanté la estadística de todos, y el resultado fue el siguiente: tribu de sebúas, vive a orillas del río Güepí, a dos horas más arriba de su desembocadura, veintiséis indígenas; tribu de huecos, diez y nueve, que habitan en el interior del monte, en dirección suroeste; tribu de caimitos, donde nos reunimos, sesenta y cuatro indios, es la más numerosa y el punto más céntrico de todas ellas. Una hora antes de llegar donde los caimitos, se pasa por la tribu de los pacuyas, que cuenta con treinta y seis almas; así pues, el total de las diversas tribu de indios huitotos, en alrededores de Güepí, asciende a ciento treinta y cinco indígenas. (Pág. 17-18)   

Al mismo tiempo que me dedicaba en cuerpo y alma a las tareas apostólicas, el doctor Márquez se ocupaba  en ver la manera de organizar la autoridad civil entre aquellas tribus en la forma más eficaz para reunirlos a todos en Güepí, a fin de que pudieran mandar los hijos a la escuela, e irse civilizando, grandes y pequeños. Se estudió el Decreto 1484 de 1914, sobre gobierno de los indios del Caquetá y el Putumayo, y basados en el mismo establecimos el Concejo del Pueblo de Güepí, formado por individuos de cada una de las tribus. En mi calidad de representante de la primera autoridad eclesiástica de la Misión, formé y presenté las ternas de que habla el Decreto; y el doctor Márquez, como representante de la primera autoridad civil de la Comisaría, extendió los nombramientos de Comisarios y Vicecomisarios y les dio posesión. Les explicamos por medio de interpretes las atribuciones y deberes de cada uno; entregamos con gran solemnidad, en presencia de todos los indios, una vara adornada a cada uno de los miembros del nuevo Concejo; les exhortamos a que se pusieran a las ordenes del señor Muñoz, a quien el doctor Márquez nombró Corregidor del Bajo Putumayo, con la condición de que empezaría a ejercer el cargo cuando calculara que nosotros hubiéramos pasado  Yubineto, hasta donde seguiría ejerciendo nuestro capitán Ferrín.  En todas las tribus fueron muy bien recibidas nuestras disposiciones, y en medio de grandes ¡hurras! Prometieron todos los allí presentes seguir con docilidad las órdenes que les transmitieran el Gobierno y la Misión.

Los resultados de todas estas medidas no fueron infructuosos, puesto que permitieron fundar la escuela y hasta la residencia de Güepí o San Fidel del Bajo Putumayo. La escuela subsiste todavía (1924), pero la residencia del Misionero hubo que suprimirse por falta de recursos en el año de 1921.

A instancias nuestras, la noche antes de salir de Caimitos nos obsequiaron aquellos pobres salvajes con unos cuantos bailes y cantos de los que acostumbran en sus grandes fiestas. Ellos celebran con bailes algunas épocas del año, como la cosecha del chontaduro y algunas otras frutas de las que más consumen.

En sus bailes imitan sonidos y algunos movimientos de ciertos animales, como el tigre y el jabalí; y sus danzas las apellidan con el nombre de lo que quieren imitar; así, tienen el baile del tigre, el de los puercos y otros.

En las épocas en que es de rito bailar, hacen grandes provisiones de comida, como carne de cacería, peces, fariña (que es el almidón de yuca brava, tostada) y cazabe (que consiste en una especie de tortas de almidón de yuca). Los huitotos preparan el cazabe en tortas muy gruesas, que quedan crudas por dentro, lo cual hace que sean de aspecto, gusto y a veces hasta olor desagradables. Otras tribus de razas distintas preparan el cazabe en tortas delgaditas y bien tostadas, las cuales son bastantes agradables, cuando uno se ha acostumbrado a comerlas. Me llamó la atención el que los huitotos no preparan chichas fuertes que los emborrachen; como bebida usan lo que llaman casaramano, que es el caldo que queda después de cocinada la yuca brava, con la que preparan la fariña y cazabe; probablemente agregan a este caldo algún otro ingrediente, cosa que no pude averiguar bien.  Si alguna vez se emborrachan, es con las preparaciones de tabaco, de que trataremos más adelante. Para sus reuniones y fiestas tiene cada capitán de tribu una casa grandísima, de forma circular cónica. Estos caserones tienen paredes y el techo de una hoja de monte que los indios llaman huasipanga  (paja de casa). Estas hojas son parecidas a las de ciertas palmeras, aunque la planta que las produce no se levanta del suelo más de vara y media, y ni siquiera tiene forma de arbusto. Las paredes de estas habitaciones forman a la vista una sola pieza con el techo y parecen más bien grandes colmenares que habitaciones humanas; y como para que aparezca más gráfica esta semejanza, en todo su alrededor las puertas se hallan muy inmediatas y por ellas y salen constantemente los de la tribu cuando celebran sus fiestas. Es costumbre entre estos indios el que cada familia tenga la puerta propia para entrar y salir en este gran edificio, aunque en su interior no hay división alguna; pero sí cada familia tiene su fogón, y nadie hace uso de los fogones ajenos. Las puertas tienen cada una su abra o tapa, de la misma clase de hojas de las paredes, y se cierran automáticamente, cayendo de arriba para abajo, de manera que cuando nadie entra o sale por ellas, ni siquiera se nota que haya tales puertas. Cuando las tribus se hallan reunidas en esas grandes casas, para pasar las noches guindan sus hamacas unas encima de otras, formando una especie de escaleras, que casi van a dar al techo. Causa admiración la destreza con que suben y bajan al acostarse y levantarse en esos colgantes y elevados lechos. Ordinariamente cada familia vive en una pequeña casa de su propiedad, en el monte, y sólo acuden a las mencionadas reuniones cuando el capitán invita a ellas por medio del toque del maguaré, instrumento singular, del que también hablaremos. A veces el capitán invita únicamente a la gente de su tribu, y otras a todas las tribus amigas de los alrededores; y tienen toques especiales por cada clase de invitación. (Pág. 19 al 22)

Por lo que pudimos observar, sus bailes son honestos. Los hombres forman un gran círculo, cantando todos a la vez una rudimentaria tonadilla, muy corta, que repiten mientras dura el baile, aunque la letra cambia constantemente haciendo referencia al tema del mismo baile; como por ejemplo, en el baile del tigre, a escenas referentes a las costumbres y cacería de este animal; y por el estilo en los demás. Las mujeres van entrando en el círculo de los hombres, formando otro concéntrico, y acompañan el tono del canto con los chillidos agudos e intermitentes, formando una armonía no tan desagradable. Al irse a terminar el baile, prorrumpen todos en estruendosos gritos y hurras e imitan con sus chillidos y movimientos e imitan con sus chillidos y movimientos a los animales a quienes dedican la danza, y en medio de grandes carcajadas se deshace el grupo. Dirige los bailes uno de los capitanes, teniendo en la mano izquierda tres pajaritos de madera, labrados en una sola pieza y pintados de varios colores, en los que sobresale el verde, y en la derecha, una especie de cetro, también pintado. No puede saber el significado preciso de dichas insignias.  Para llamar a reunión e ir a empezar el baile, el capitán que dirige la fiesta hace sonar la garatda. Este instrumento es una especie de lanza de palo fino, que tiene en la parte alta como un tamborcito en forma de ovalo aplanado, vaciado en el mismo palo de la lanza, o constituye una sola pieza con ella. Vacían el tambor abriéndole una grieta en uno de sus lados, la cual tapan después con una tira de corteza de árbol del mismo color de mamadera de la garatda. Para que ese tambor suene, colocan dentro dientes de mono, y antes, cuando eran antropófagos, ponían dientes de los que se comían. Al sacudir el palo, los dientes chocan con las paredes del tamborcito, produciendo un ruido parecido al de los granos de maíz dentro de un canuto de guadua. Ellos llaman a este ruido la voz de Fusinamuy, o sea la voz de Díos. Sin esta voz que los llama por medio del capitán, nadie se da por entendido para empezar el baile. (Pág. 22-23)                     

La coca es entre ellos un elemento de primera necesidad y un obsequio de los preferidos, como para los blancos los puros habanos. Tuestan sus hojas verdes a fuego lento en una olla grande de barro, hasta que se deshacen al tacto; ciando la coca va dando punto, queman hojas secas de yarumo, del que nace en los rastrojos de la montaña, el cual crece mucho y es de hoja muy tiesa. Al estar la coca, bien tostada, la echan en un pilón estrecho y largo y la pilan hasta reducirla a polvo fino; en este estado la mezclan con ceniza de hojas de yarumo, más o menos en cantidad igual a la coca; ciernen esta mezcla en un pañuelo, y el polvo finísimo que va resultando es la coca que ellos toman continuamente y con la cual se obsequian. La cargan en bolsitas de caucho, algunas de forma casi artística y lujosa, especialmente, las que usan los capitanes. La coca la toman llenándose la boca con el polvo mencionado, el cual se va mezclando lentamente con la saliva, y de esta manera lo van ingiriendo poco a poco. A esta operación la llaman mambear. Cuando mambean, que es casi continuamente, tienen los dientes negros, y hablan como lo haríamos nosotros con la boca llena; de manera que un indio mambeandoes una figura asquerosa. Dicen que la coca en esta forma les quita el hambre y el sueño; a veces pasan todo el día caminando o trabajando, sin tomar otro alimento que dicho polvo.

Cuando quieren tratar algún asunto que les parece importante se reúnen de noche los principales de la tribu por invitación del capitán, y cuando son varias las tribus reunidas, sólo los capitanes; se ponen en cuclillas alrededor de un mate que contiene una bola de tabaco y agua; de vez en cuando sumergen el dedo en el agua, lo frotan sobre la bola de tabaco, y haciendo señal de asentamiento con la cabeza, lo van lamiendo, al mismo tiempo que con la garganta producen un sonido gutural semejante a un leve mugido, como aplaudiendo al que habla, si lo que dice es de su agrado. (Pág. 23-24)

Antes de acostarme quise imponerme por el intérprete de cómo se preparaba aquel tabaco, y obtuve de él la siguiente explicación: cogen hojas verdes de dicha planta, la hacen hervir hasta que se ablande; en este estado, exprimen el jugo en una olla y botan el bagazo. Hacen hervir este jugo hasta que empieza a espesarse, luego le mezclan un poco de casaramano y siguen cocinándolo hasta que se condensa como miel; en este estado, lo dejan enfriar y se endurece. De este modo usan el tabaco mascándolo, y es tan fuerte, que en ocasiones los emborracha completamente.” (Pág. 25)

Ahora digamos algo del famoso maguaré. Es un instrumento de madera especial, muy fuerte y vibrante; de forma larga y ovalada; mide una vara y media o dos de longitud y unos 150 o 200 centímetros de circunferencia los más grandes; lo vacían a fuego lento, y por la parte externa superior le dejan dos agujeros cuadrados u ovalados, de unos 30 centímetros de circunferencia, a una vara de distancia, unidos entre sí por una hendidura de una pulgada de ancho, que comunica con el vacío interior. Este instrumento lo colocan encima de un andamio de palos a una altura de uno o dos metros del suelo; para hacerlo funcionar le dan golpes a los bordes de la hendidura con un mazo de madera revestido de caucho, y el sonido  que produce o perciben ellos a muchas leguas de distancias. Ordinariamente tienen dos maguarés juntos, ya en un mismo andamio, ya en otro, pero siempre muy inmediatos; el uno, que es muy grueso, lo llaman hombre o macho, llegando a pesar a veces de treinta a cincuenta arrobas, y su sonido es ronco y bajo; el otro es más pequeño y delgado, de sonido más alto y agudo, y lo distinguen con el nombre de mujer o hembra. Para sus toques, combinan los sonidos de uno y otro, como se hace con las campanas. Estos ingeniosos aparatos les sirven de telégrafo y teléfono sin hilos; se hablan a largas distancias unas tribus con otras, se piden auxilio cuando se creen en peligro, se invitan a fiestas… (Pág. 25-26)

 El 19 (abril) dejábamos a Güepí.

…En medio día nos pusimos a la desembocadura del Caucaya, istmo de La Tagua, sin otro contratiempo que habérsenos olvidado el Güepí, una carabina y un paraguas…. En el Caucaya, mientras esperábamos el regreso del capitán Ferrín, resolvimos estudiar el istmo que separa el Putumayo del Caquetá. Fuimos hasta este el último río por una muy rudimentaria trocha, que nos condujo a la desembocadura y antiguo puesto de La Tagua. Medimos distancia entre el Caquetá y el Putumayo, resultando 21 kilómetros. Atravesamos dos quebradas bastantes grandes, que creímos fueran las cabeceras del Caraparaná, perol luego nos convencimos de que eran los orígenes de los ríos Sejerí y Curiya, afluentes del Putumayo, que quedan mucho más arriba del Caraparaná. En este istmo nos sobrevino de noche otra tempestad como la de que he hablad, pero con circunstancias mucho más agravantes. La primera la pasamos en una playa y en el río, donde no había peligro de morir aplastados por un árbol, en esta, al horror producido por los rayos y truenos constantes, se agregaba el que las frecuentes caídas de los árboles derrumbados por el espantoso huracán, hacían retumbar la montaña, como si sonaran grandes cañonazos cerca de nosotros. Los árboles de nuestro alrededor, que nos cobijaban con sus ramas, traqueaban con una pertinacia que nos tenía a todos sobresaltados. (Pág. 27-28)

El estudio que en aquella ocasión hicimos de aquel lugar, sirvió no poco para que la Comisión que el Gobierno Nacional nombró en 1920, lo escogiera como el punto más aparente para la fundación de la Colonia Penal del Putumayo, decretada por Ley 24 de 1919. (Pág. 28)

El 25 de abril seguimos por el Putumayo con deseos de llegar pronto a Yubineto…

En todo el trayecto del Putumayo hasta el Caucaya poco molesta el mosco jején durante el día, ni tampoco el zancudo por la noche; pero de ahí para abajo, el Putumayo es casi inhabitable por las inmensas nubes de jején, zancudo y arenilla, especialmente en ciertos trayectos del río. Cuando uno se halla recogido dentro del toldillo, esperando que amanezca, parece como si se encontrara rodeado de un avispero alborotado, tal es el ruido que producen dichos incestos; y si al acostarse no se tiene la precaución de arreglar el toldillo de modo que quede bastante separado del cuerpo, no se limitan a hacer ruido, sino que al través de la tela van acribillando a picotazos al pobre mortal que no ha sido suficientemente precavido, en términos que por más dormido que uno esté lo despiertan y se ve precisado a defenderse. Hace algunos años que en un folleto del General Rafael Reyes leí que eran tantos los moscos del Putumayo, que bastaba dar un palmetazo con las manos, para que quedara en ellas una pasta formada por a muchedumbre de moscos que con esta sola acción se aplastaban y que de noche era preciso cubrirse completamente con una gruesa capa de arena, dejando únicamente en descubierto las narices para no asfixiarse, a fin de poder dormir y evitar las picaduras de los zancudos. Al leer estas afirmaciones me sonreí, pareciéndome una enorme exageración, pero confieso ingenuamente que después de haber pasado por dicho río, la exageración no me parece tan grande. (Pág. 28-29)  

En tres días y medio nos pusimos del istmo de La Tagua a Yubineto. Este lugar, considerado militarmente, es muy estratégico; está en el vértice de un inmenso ángulo que forma el cauce del Putumayo. Hay dos casas grandes desde las cuales se domina perfectamente el río en una extensión de más de una legua, tanto hacia arriba como hacia abajo. En aquel tiempo había alli ocho soldados y un teniente, todos en apariencia palúdicos y en un estado de abandono que no parecían militares. (Pág. 30)

No nos invitó a subir a la casa ni a nada, lo cual no nos disgustó, pues la catadura de toda aquella gente poca confianza nos inspiraba. Como referiremos a su debido tiempo, supimos después que el señor Ramos no era tal Valdés sino el teniente Barriga, y los demás que vimos no eran peones de la casa Arana sino soldados del Gobierno del Perú, y que estuvieron deliberando un buen rato si nos apresaban o no. (Pág. 32)

 En tres noches y dos días y medio llegamos al Caraparaná. Una hora antes de llegar a la confluencia de dicho río nos encontramos con el colombiano César Niño, quien nos dio muchos datos y explicaciones de aquellos sitios. Orientados por estos informes determinamos subir hasta El Encanto, donde está la agencia principal de la casa Arana, y también ir a visitar a unos Padres Misioneros ingleses que vivían en San Antonio, a unas seis horas por tierra desde aquel punto. El encuentro de aquel colombiano podemos afirmar que fue providencial; de lo contrario, casi con seguridad habríamos pasado por la desembocadura del Caraparaná sin darnos cuenta de que habíamos llegado allí. Este río cae al Putumayo de Oriente a Occidente, y el Putumayo corre de Occidente a Oriente, en largos trayectos, y especialmente en aquel donde recibe el Caraparaná. A la vista, su desembocadura hace el efecto de un brazuelo del Putumayo; y uno que no conozca el terreno, si no pasa muy cerca de la orilla, lo cual no sucede cuando se navega aguas abajo, ni siquiera sospecharía que aquello sea un río distinto. Al pasar muy cerca de su desembocadura, el color de las aguas del Caraparaná indica que son de otro río.

En catorce horas de navegación aguas arriba por el Caraparaná llegamos a El Encanto. En este trayecto del río habían entonces unas diez familias colombianas o de colombianos que vivían con indígenas huitotos. Hablamos con todos ellos; nos contaron muchas cosas de los peruanos, sobre todo acontecimientos sucedidos hacía muchos años. Nos manifestaron que a ellos no les daban trabajo en la empresa Arana, pero que tampoco los hostilizaban, y que el único medio que tenían para ganar algún dinero, era vender carne de monte o peces a la agencia principal de la empresa o a sus vapores. En El Encanto el Gerente de la casa Arana, señor Miguel de Loaiza, nos recibió muy bien y nos atendió con mucho esmero. Al manifestar nuestros deseos de visitar a los Padres Misioneros Franciscanos en San Antonio, inmediatamente puso a nuestra disposición un blanco, empleado de la empresa, señor Carlos Seminario, cuatro indios huitotos; el primero para que nos sirviera de guía, y los segundos para que nos llevaran el equipaje.  

El Encanto lo componen tres edificios regulares y unas quince casas de paja, la mayor parte habitadas por indios huitotos. Los edificios pertenecen, uno a casa Arana, la cual sirve de agencia y es de madera labrada con cubierta de zinc; otro, de propiedad del Gobierno Nacional, donde está el motor y maquinarias de la torre inalámbrica, sistema Telefuncke, que funciona allí; éste de cemento, con techo también de zinc; la torre es de hierro y mide unos 60 metros de altura; la maquinaria de la torre estaba a cargo de un mecánico alemán, pero el telegrafista, era peruano. El tercer edificio sirve de cuartel a la guarnición militar de aquel sitio; es inferior a los otros dos en cuanto a solidez y valor, aunque superior en dimensiones. Aquella guarnición se componía de veinticinco hombres, comandados por el Capitán Udiales (Peruano). Este señor, cuando supo lo que nos había sucedido en Yubineto, se contrarió bastante… (Pág. 34-35)

El Capitán Udiales nos facilitó un pasaporte para que en la guarnición de Tarapacá, desembocadura de Cotuhé, no nos sucediera contrariedad alguna. El lugar de El Encanto es muy pintoresco. Unas bellas lomitas, tapizadas de verde césped, cuyo asiento baña el río Caraparaná, formando dos grandes herraduras, constituyen el área de población. En este lugar tiene la empresa de Arana una lancha de treinta toneladas, llamada Callao, comandada por un portugués de apellido Tabares, y tripulada por indios huitotos. Con ella recogen el producto de todas las secciones que quedan cerca de los ríos navegables, a fin de que el vapor Liberal, que cada tres meses va de Iquitos a El Encanto y La Chorrera, encuentre la carga lista. Junto a la Callao amarramos nuestro bote y observamos que era dos metros más largos que dicha lancha. Les llamó mucho la atención nuestra canoa a los vecinos de El Encanto, quienes no se cansaban de alabar sus magníficas condiciones, lo que nos llenaba de orgullo y satisfacción.

El 3 de mayo, después de un desayuno-almuerzo obsequiado por el señor Loaiza, nos dirigimos a San Antonio. Salimos de El Encanto a las nueve de la mañana, y a las dos de la tarde llegamos a la sección cauchera de Esmeralda. Durante el camino pudimos observar lo que nos contó en Yubineto el supuesto Valdés Ramos, sobre la manera como picaban los tallos para extraer la goma. A ambos lados de la trocha, muy ancha y bien arreglada, por donde pasábamos, vimos multitud de árboles picados en forma de espinazo de pez, por todos sus lados, los que indican distinta época; pues debe saberse que a cada árbol no puede hacérsele sino cada cuatro años una de esas picaduras laterales. La sección de Esmeralda se compone de unas dos tribus de indios huitotos, manejados por un blanco. Allí se nos presentaron una multitud de indígenas completamente desnudos, sobre todo las mujeres. Los hombres, aun los más escasos de vestido, llevaban siquiera un pequeño delantal, como de una cuarta y media de largo por una de ancho, que les cubría siquiera lo más indispensable para no hacer avergonzar a los que vieran; pero las del sexo débil, sólo llevaban unas pequeñas gargantillas en las muñecas y en los tobillos. En ese lugar nos cogió un soberbio aguacero en una de las grandes casas del capitán de la tribu. Allí tocamos largamente el maguaré y pudimos comprobar que es cosa cierta que los indios oyen a largas distancias los sonidos de este singular instrumento. Teníamos que pasar del Caraparaná, y no habiendo canoa en el lado donde nosotros estábamos, no fue preciso pedirla a una tribu que vivía en la otra banda, pero a unas horas de distancia de Esmeralda. Los que nos acompañaban dieron en el maguaré los toques que acostumbraban para estos casos, y en el tiempo preciso que necesitábamos la embarcación, llegaron los indios con ella. Antes de que nadie hablara con ellos, el doctor y yo les preguntamos quién les había avisado, y nos respondieron que habían oído el maguaré. A las seis de la tarde llegamos a San Antonio.” (Pág. 37)

“Antes de dejar el Putumayo creo conveniente dar algunos datos más sobre este famoso río. Durante todo el viaje fui tomando con brújula los rumbos de la corriente; en general, su dirección varía entre sureste y Noreste. Las distancias aproximadas calculadas por el andar de la canoa, en una legua por hora, bajando y midiéndolas por el curso del mismo río, el cual tiene muchas y grandes vueltas, son las siguientes: de Puerto Asís a San Miguel, 25 leguas; de San Miguel a Güepí, 14 leguas; de este último punto a Caucaya, 12 leguas; de Caucaya a Yubineto, 29 leguas; de Yubineto al Caraparaná, 42 leguas; de éste al Igaraparaná, 82 leguas; del Igaraparaná a Cotuhé, 84 leguas; de Cotuhé a la confluencia del Putumayo, 40 leguas; total, de Puerto Asís al Amazonas, 328 leguas.

Son muchos los grandes ríos que contribuyen a aumentar el caudal del Putumayo. Por la banda derecha podemos anotar como principales los siguientes, de los cuales indicamos a la vez lo ancho de su desembocadura: el Cuembí, seis leguas debajo de Puerto Asís, 80 metros; el Puñuña, una legua antes de la confluencia del San Miguel, 30 metros; el San Miguel, fronterizo con el Ecuador, 300 metros; Güepí, 120 metros; el Peneya, tres leguas abajo del istmo de La Tagua, 100 metros; el Yaricaya, a diez leguas y media del Peneya, 50 metros; el Anquisiya, a doce leguas del anterior, 100 metros; el Campuya, veinte leguas abajo del Yubineto, 200 metros; el Eré, a veinte leguas del Campuya, 50 metros; el Inca, a cincuenta leguas del Eré, 30 metros; el Algodón, a quince leguas del Inca, 100 metros; el Mutú, a treinta leguas del Algodón, 100 metros; el Esperanza, a treinta y cinco leguas del Mutú, 50 metros; el Yaguas, a diez y ocho leguas del Esperanza, 150 metros; el Cotuhé, a diez leguas del Yaguas, 200 metros; el Puritú, a diez y ocho leguas del Cotuhé, 100 metros; el Molino (Muinho en brasilero), a siete leguas Puritú, 70 metros, y el Yacurapá, a doce leguas del Molino, 200 metros. Por la banda izquierda recibe: el Lacaya, una hora debajo de Puerto Asís, 40 metros; el Piñuña grande, a quince leguas de Puerto Asís, 80 metros; La Concepción, cuatro leguas debajo de San Miguel, 50 metros; el Caucaya, 100 metros; el Sejerí, a cuatro leguas abajo del Caucaya, 50 metros; el Curilla, a cuatro leguas del Sejerí, 80 metros; el Caraparaná, 200 metros; el Esperanza, a cuarenta y ocho leguas del Caraparaná, 50 metros; el Buriburi, a veinte leguas del Esperanza, 100 metros; el Igaraparaná, que es sin duda el mayor afluente del Putumayo, 300 metros; el Puñuña, a cuarenta leguas del Igaraparaná, 100 metros; el Porvenir, a veinticinco leguas del Pupuña, 100 metros; el Yapacuá, a once leguas antes de la desembocadura del Putumayo, forma un gran lago, y el Carará, que forma también un gran lago, le cae siete leguas antes de la confluencia en el Amazonas. Todos los ríos indicados son navegables en sus cursos inferiores por vaporcitos o lanchas; algunos en extensión de muchas leguas. El Putumayo desde Yubineto para abajo se explaya tanto, que en algunos lugares llega hasta dos kilómetros de anchura. Con todo, como el terreno es siempre sinuoso, de repente, después de algunas de esas explayadas, se cauce se estrecha tanto entre lomitas, que queda reducido a 200 o 300 metros, formando a la vista del viajero un efecto tan raro, como si el río se acabara. En estas angosturas el río alcanza grandes profundidades y su corriente es muy impetuosa, aunque no ofrece dificultad alguna para la navegación a vapor. Especialmente hay dos de estos estrechos que son muy notables y se conocen ambos con el nombre de Paso de las Termópilas.  El primero queda cuarenta leguas más debajo de la confluencia del Caraparaná, y el segundo a cincuenta leguas más debajo de la del Igaraparaná.

En cuanto a trochas que comunican al Putumayo con otros ríos, las más notables de Puerto Asís para abajo son: la de Güepí a Lagarto Cocha (hoy en día pertenece al Perú) y la del istmo de La Tagua, de las cuales se ha hablado ya; la de Yubineto a Pantoja, sobre el río Napo, que tiene unas diez y seis leguas aproximadamente; por ella se comunican con mucha frecuencia las guarniciones militares peruanas establecidas en aquellos puntos. De Remolino, sitio entre Yubineto y Caraparaná, va otra a las cabeceras de este último río. Esa trocha tiene aproximadamente unas cuatro leguas, y por ella los de Yubineto pueden acortar mucho las distancias para trasladarse a El Encanto. De las mismas cabeceras del Caraparaná arranca otra que va a dar a Las Delicias o Puerto Pizarro, en la confluencia del río Caguán con el Caquetá. Le calculan de seis a ocho leguas. De la desembocadura del Campuya también sale una que va al río Tamboryaco, afluente del Napo en su banda izquierda, pero es muy larga y poco transitada. Del Caraparaná parte otra hasta el caserío de Mazán, en el Napo, y de allí a la capital de Loreto. De esta se sirven los de El Encanto y Chorrera para  mandar recados urgentes a Iquitos. En La Chorrera hay otra que comunica  este punto con El Cahuinarí, afluente del Caquetá en su banda derecha; por ésta se pueden comunicar los peruanos con el Bajo Caquetá con mucha facilidad. Hace algunos años que desde el Igaraparaná arrastraron por trocha al Cahuinarí una lancha que todavía está allá, aunque inservible. Toda la región que ocupan las tribus conquistadas del Caraparaná e Igaraparaná está llena de magnificas trochas, y ya hemos dicho que de El Encanto a La Chorrera se puede ir a caballo en una jornada. La parte colonizada por el Brasil está también cruzada de trochas en todas direcciones.”(Pág. 50-52)

De regreso “El 7 de noviembre arribamos a la boca del Caucaya o istmo de La Tagua.

Entre el Caraparaná y el Caucaya, debido a que en todo ese trayecto no vive alma humana, si exceptuamos los pocos soldados de Yubineto, con frecuencia interrumpían la monotonía del paisaje y de nuestra vida fluvial manadas de animales, que a veces chimbando el río, otras haciendo ruido en las orillas del monte o encaramados en las copas de los grandes árboles, nos proporcionaban un rato de solaz, corriendo en su persecución, a veces dando buena cuenta de ellos; y otras, sin otro resultado que perder infructuosamente el tiempo. Algunos días matábamos tres o cuatro puercos jabalíes, de los que andan en grandes manadas, y que por acá llaman manaos. Con mucha frecuencia podíamos disparar a los monos de distintas clases que amenizan aquellos bosques seculares. Paujiles y pavas eran la comida más común. Hasta un grande y hermoso tigre quiso que Ferrín y Benjamín ensayaran en su bello bulto la incierta puntería. Una tarde muy hermosa, a la hora en que el sol trataba de ocultarse entre las copas de los frondosos y altísimos árboles, apareció sentado en un gran palo seco de la orilla un soberbio ejemplar del rey de los felinos, mirando el río en actitud meditabunda, como si no acabara de resolverse a pasarlo; subíamos en la canoa por el mismo lado donde él estaba; lo alcanzamos a ver a una distancia de cincuenta o sesenta metros, y nos paramos a contemplarlo un buen rato; ordené que alistaran las carabinas y dispararan tan pronto como él intentara privarnos de su vista; pero lejos de esto, no se daba por entendido, y a pesar del ruido que hacía la canoa subiendo, permanecía en la misma posición; al llegar a veinticinco metros de donde él estaba, hice parar la canoa y di orden de que apuntaran las dos carabinas a la vez y de que hicieran fuego; ni el ruido de los dos disparos, ni el silbido de las balas, que debieron pasar muy cerca de su hermosa piel, consiguieron hacerlo mover; ordené que dispararan por segunda vez, y entonces dio un brinco, se estiró desperezándose y se metió en el monte a paso lento y mirando de soslayo, como si fuera a prepararse para tomar la revancha. El práctico Vargas nos dijo en esta ocasión que cuando se anda en el monte de cacería  y topa un tigre de aquella clase, no se le debe disparar si no se está muy seguro de inmovilizarlo del primer balazo; de lo contrario, el cazador debe prepararse a luchar con él mano a mano, porque lo primero que hace al sentirse herido es atacar al que lo hirió. Estuvimos un buen rato mirando si salía a embestirnos, puesto que la actitud con que se fue no era de susto sino de coraje y de ganas de vengarse.”(Pág. 150-151).

“En el Caucaya tuvimos que parar un día, esperando convalecieran el capitán Ferrín y el camarero Nabor Benavides, de unas fuertes fiebres que hacían dos o tres días las habían atacado. Con los remedios que les hice en dos días, conseguí cortarles la enfermedad, y el 9 de noviembre pudimos continuar viaje. Casi todos nos encontrábamos enfermos, unos de fiebre y otros del estómago, que se nos descompuso a causa de la gran humedad que hacía tanto tiempo soportábamos de día y de noche. Muchas veces nos tocó que dormir en la canoa, por no encontrar tierra seca donde hacer rancho, a causa de grandes crecientes del río.” (Pág. 152)

El 11 de noviembre llegamos a Güepí; allí tuvimos ya algunas  noticias de Puerto Asís y de los preparativos que habían hecho para recibir la lancha. … 

En Tapacunti, Vargas encontró a sus hijos, después de ocho meses de separación…

El 14 de noviembre arribamos a La Concepción, donde encontramos en tres casas recién edificadas una familia de blancos y tres de indios incas. También vimos tres montoncitos de leña preparada para la lancha, que nos renovaron la justa indignación contra los peruanos…

El 17 estábamos en Yocoropuí. Los indios nos recibieron con muestras de gran cariño y alegría…

…el 19 de noviembre, a las siete, arribamos al puerto deseado, de donde con tantas esperanzas habíamos salido el 3 de abril.”(Pág. 153) [iii]


[i]                             Mejía  Gutiérrez.  O.C.  Pág.  93

[ii]                            Magno.  O.C.  Pág.  11.  

[iii]                           FRAY  GASPAR DE PINELL. UN VIAJE POR EL PUTUMAYO Y EL AMAZONAS. Ensayo de Navegación. Imprenta Nacional. Bogotá. 1924. Pág. 153

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