La simbología de las máscaras ha recaído en múltiples acepciones. Desde la psicología, con Carl Jung, y la filosofía, con Mircea Eliade o Friedrich Nietzsche, las máscaras y su mensaje se han extendido para narrar la espiritualidad, la tradición, la historia y lo sagrado de diversas tribus y civilizaciones en la historia.
El origen de la palabra “máscara” proviene del vocablo árabe macjara, que significa “bufón”. Su etimología nos habla ya de un objeto que se mofa o se burla de situaciones particulares y se utiliza como un símbolo que permite desfigurar la realidad.
Sarcasmo, ironía, alegría, indignación. Las máscaras son calcos de emociones que surgen de epifanías, de acontecimientos históricos que determinaron un giro contundente en la construcción, transformación o destrucción de una comunidad específica. La relación con la naturaleza, el espejo de una mitología o el resultado de un ritual son algunos de los elementos que sustentan la creación de máscaras como producto de una identidad, de un momento que se debate entre el rostro oculto y el rostro revelador, entre la transformación de un individuo a la posibilidad que asume para representar un relato cosmogónico, mitológico o visionario.
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Desde el año 406 a. C. con Las bacantes, tragedia griega escrita por Eurípides, se producen algunos acercamientos a la función de las máscaras. Su presencia como metáfora, representación y relato data de varios siglos y su sentido y referencia cambian según la civilización. En el caso particular de Colombia, se habla de la aparición de las máscaras desde la época prehispánica, cuyas figuras estaban inspiradas en dioses y criaturas mitológicas. Con la llegada de los españoles y la época de la colonización, algunas máscaras sufrieron transformaciones y cambios de sentido, de manera que sus rostros evocaban rasgos netamente humanos, convirtiendo el símbolo de lo religioso en uno político y social alusivo a los cambios en la comunidad y a las exigencias de los españoles a la hora de eliminar las viejas tradiciones por nuevas expresiones culturales que narraran su dominación sobre las comunidades ancestrales que desde antaño habitaban nuestro territorio.
Las comunidades kamëntsás e ingas, testigos y luchadoras de los cambios que han sufrido su identidad y su territorio, nos recuerdan el valor de preservar los objetos que representan una oralidad, una memoria y una historia. Ubicados en el Valle del Sibundoy, entre Nariño y Putumayo, los indígenas kamëntsás e ingas han logrado establecerse en medio del conflicto armado, de multinacionales y bandas criminales que se apropian de la tierra para deforestar árboles llamados añoranzas y porvenires y acabar, así, con la vida y la naturaleza.
Desde las montañas que son custodiadas por la niebla, el mes pasado llegaron 214 máscaras al Fondo de Cultura Económica, en el Centro Cultural Gabriel García Márquez en Bogotá. Cada una de ellas habla de un arte ancestral, de un testimonio de sus rituales, costumbres y memorias. Cada detalle en el tallado, el color y la expresión de la máscara es una muestra de un oficio pensado, realizado y aprendido desde las casas que parecen escondidas entre la maleza, pero que se erigen como una extensión de la tierra. Los gestos burlescos, satíricos, cargados de colores vivos y expresiones fuertes se muestran anclados a los relatos de la comunidad y a las vivencias de sus individuos en términos de espiritualidad, de tejidos que los conectan con el universo, la naturaleza que habitan y los seres con los cuales comparten un relato, una visión de la vida arraigada al respeto por el otro.
“Una máscara es como abrir una puerta. A un mundo que tal vez es desconocido y que este espacio (la exposición) nos permite precisamente que la gente empiece a indagar, a preguntar y salir de ese esquema de lo que siempre nos contaron de lo que fueron los pueblos, los marginados, los salvajes o los primitivos. Esto permite que la gente reconozca que nosotros estamos todavía, que tenemos mucho que aportar a nivel espiritual, social y económico. Las máscaras también están asociadas a esa manera en la que nos relacionamos con el universo, la naturaleza, seres mitológicos. Nosotros hablamos de un tiempo de seres mitológicos, de animales que ejercían la justicia. También a la espiritualidad, al uso de las plantas sagradas como, por ejemplo, el yagé, de esos viajes que nosotros experimentamos a través del contacto y consumo de estas bebidas. Así mismo, de la relación con las plantas del páramo como mecanismos para limpiar nuestra mente, nuestro cuerpo, para poder lograr un equilibrio y desempeñarnos con normalidad en nuestra comunidad”, cuenta Natalia Jacanamejoy, integrante de la comunidad indígena kamëntsá.
La mayoría de las máscaras son talladas en madera que proviene de la costa nariñense o del Bajo Putumayo. Serrucho, machete, formones, cepillos, lijas, pulidoras, brochas y pigmentos que surgen de plantas y semillas son algunas de las herramientas que las comunidades inga y kamëntsá utilizan para fabricar las máscaras que reflejan numerosas emociones desencadenadas del recuerdo y de reacciones espontáneas a sucesos concretos que se caracterizaron por sufrir un impacto y marcar, tal vez, una trascendencia en el entendimiento y trasegar de cada individuo que experimenta dolores, padecimientos, desvaríos, revelaciones y demás manifestaciones del cuerpo y el alma en relación con otros seres y otras capas de la realidad que se desfiguran o se desnudan ante sensaciones y mundos desconocidos.
“El tallado en madera es uno de los oficios de nuestra comunidad. Las máscaras están asociadas, particularmente, a una forma de manifestar nuestros sentimientos y emociones frente a algunos sucesos importantes. Tienen que ver con la espiritualidad, con lo que estamos experimentando a través de la presencia de seres que, tal vez, son un poco extraños para nosotros. Nosotros aprendemos en la casa. No hay escuela. Hay familias en la comunidad que se dedican al tallado, otras se dedican a artesanías, otras a sastrería. Nosotros observamos a los abuelos, a los tíos, cómo tallan y cómo este oficio tiene un proceso similar a los otros, que se conectan con los ciclos lunares. Nosotros tenemos que hacer una tala del árbol, que también tenemos que mirar en qué momento está conectado con la fase lunar para que haya una armonía y luego proceder a hacer una reforestación. El hecho de aprender desde la casa fortalece la tradición. Las máscaras son una forma de nosotros resistir. Nuestro sufrimiento, malestar, inconformismo al ser despojados de nuestras tierras, de la forma de la vida natural que nosotros teníamos, pues fue demasiado complicado. A través de las máscaras era como nosotros podíamos hacer esa manifestación”, relata Jacanamejoy.
Esta manifestación de arte ancestral también ha tenido algunas modificaciones. Si bien estas máscaras mantienen la esencia de la comunidad, su proceso de creación y su producto final se han acomodado, entre otras cosas, a esa llegada casi que inevitable de la tecnología, de ese mundo citadino que ha sido habitado también por algunos integrantes de los kamëntsás y los ingas. Así, surge también esta afirmación de Natalia Jacanamejoy: “Las máscaras han cambiado. Anteriormente se hacían de una manera más rústica. Ahora se utilizan otras técnicas que van encaminadas a que las máscaras estén alineadas con el arte contemporáneo. Eso sí, lo importante es que las máscaras no pierdan su esencia. Siempre se busca conservar el origen, la expresión. Tanto la pintura natural como industrial se utilizan con las máscaras. También se hacen apliques con las chaquiras o la mostacilla, que es un material industrial. Las máscaras siempre van a estar asociadas a la parte espiritual, al uso del yagé. Los grabados del tejido también se materializan en las chaquiras de las máscaras”.
Fuente : ElEspectador