Efecto Boudica. Es como denominan en el mundo anglosajón a la fuerza de las mujeres que, desesperadas, toman las riendas y se enfrentan a cualquier situación para sacar adelante a sus familias. Ocurrió en Colombia frente a las FARC. Ahora, cuando el país camina por fin hacia la paz, recogemos las historias de algunas valientes que se comportaron así.
En el siglo I una reina celta llegó a convertirse en la peor pesadilla de Nerón. Tras la conquista de las Islas Británicas los romanos practicaron con las tribus lugareñas la siempre eficaz política del divide y vencerás. Las penurias, injusticias y carnicerías eran continuas hasta que Boudica, viuda, madre de dos hijas y reina de un pequeño dominio, se las ingenió y logró convencer a varias tribus locales e irreconciliables para luchar juntos contra los invasores. Tras muñir tan difícil alianza, se puso ella misma al frente de las huestes y logró mantener en jaque a los romanos, hasta morir heroicamente y convertirse en leyenda. Desde entonces, en el mundo anglosajón se conoce como Efecto Boudica un interesante fenómeno sociológico. Las mujeres hemos jugado en la historia un papel secundario. Sin embargo, cuando la situación es desesperada, cuando el pan de los hijos está en peligro y todo está perdido, somos nosotras las que nos ponemos al mando de la situación logrando gestas increíbles.
En mi último viaje a Colombia, para investigar cómo se está implementando el difícil y frágil proceso de paz con la guerrilla de las FARC, he tenido varias ocasiones de comprobar cómo funciona el Efecto Boudica.
En tiempos menos convulsos, Amparo, Gladys, Policarpa y Judith podían haber sido vecinas, amigas, comadres. Después de 52 años de conflicto armado, en cambio, son cuatro aristas muy distintas de un mismo problema. Amparo, 50 años, es una indígena siona que vive con su tribu a orillas de un afluente del Amazonas y de un modo que recuerda a los ‘amish’ norteamericanos, ajenos a la civilización y vistiendo como lustros atrás. Gladys, de 60, tuvo que ponerse al frente de su comunidad cuando los guerrilleros de las Farc comenzaron a sembrar de minas antipersona el camino al colegio de los niños. Policarpa, de 21 años, por su parte, bien puede haber estado en el comando que se encargó de sembrarlas. Al fin y al cabo, ella ha sido -hasta que, junto a su unidad, entregó las armas- una guerrillera «con todas sus consecuencias», según su propia expresión. Judith, que es más o menos de su misma edad, pertenece a las 220.000 víctimas directas de la violencia armada. Vivía con su madre hasta que a los 12 años escapó de casa porque «los maridos de mi mamá me violaban un día sí un día también». En la calle conoció a Rubén, un muchacho indígena que, a su vez, tuvo que escapar con lo puesto cuando las FARC entraron en su poblado reduciéndolo a cenizas y matando a su hermano.
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¿Cómo han vivido estas mujeres los años de plomo en los que se calcula que 7,4 millones de personas han sido desplazadas, cientos de miles muertas, 9.447 secuestradas, algunas de ellas durante más de 12 años, incluso teniendo hijos en cautividad con sus captores? ¿Cómo encaran la esperanzadora y a la vez muy incierta etapa que se abre ahora con el proceso de paz? ¿Se debe -o se puede- perdonar y olvidar? Lo mejor es conocerlas un poco más a fondo.
Gladys y el no pasarán
Su familia lleva generaciones viviendo en un poblado a orillas del Putumayo. Gladys pertenece a la organización Mujeres de la Reserva Campesina, una entidad creada, supliendo la falta de protección del Estado, para proteger los intereses de los campesinos a los que las FARC obligaban a abandonar sus tierras. «Llevaban años aterrorizando a nuestros hombres. Ellos decían que había que irse, que nos iban a matar», me cuenta, «un día los guerrilleros vinieron y nos dijeron que pensaban sembrar de minas el caminito por el que los niños bajaban al río para tomar la lancha que los lleva al colegio. Entonces yo pensé: ‘Ah, no, ‘mijitos’, hasta aquí podíamos llegar’, y me planté a hablar con el jefe. ¿Que qué le dije? Muy simple. ‘Míreme’, le dije, ‘soy como su mamá; estas que vienen conmigo podrían ser sus hermanas o sus novias y estos niños que aquí ve son como los hijos que ‘usté’ tiene y a los que no puede ver crecer porque, en esta maldita guerra, todos somos perdedores. ¿Podrá ‘usté’ dormir pensando que mañana les volará una pierna o dejarlos mutiladitos de por vida?'». «¿Y se fueron?», pregunté. «Claro que se fueron, con las minas a otra parte, igualito que los tipos del petróleo».
«¿Y esos quiénes son?». «Los que ahorita quieren arruinarnos las tierras montando una refinería de petróleo. Alrededor de la obra que están haciendo hemos organizado una cadena humana y no pasarán. Toditas somos mujeres y hacemos turnos, cuando una tiene que ir pa’ su casa a dar de mamar a su bebé o a ocuparse de sus oficios, viene otra y la sustituye. Durante la guerra no permitimos que nos echaran de nuestras tierras y ahora no vamos a permitir que nos las ensucien».