Esto es Colombia: crónica del viaje al Fin del Mundo y el Ojo de Dios

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Por: Natalia Noguera

El agua sigue en caída libre, pero no hay más camino.

Hemos llegado hasta aquí con la corriente del río Dantayaco, de agua fría y suelo rocoso. En esta, la selva húmeda del norte del departamento de Putumayo, hay heliconias, helechos, árboles que tiran sus raíces y se mueven. Hemos visto el yagé, la planta sagrada de los indígenas, y árboles que dan arazá, copoazú, guayabas y mangos dulces.

Somos cinco excursionistas y estamos en una montaña clavada entre los municipios de Villagarzón y Mocoa. Hemos superado trochas resbalosas y rocas mojadas. Nadamos, tomamos agua, a veces nos faltó el aire en medio de las cascadas. Vimos arañas del tamaño de una mano, pájaros rojos brillando desde el monte y sentimos el movimiento de los árboles que, según dicen, es la estela de los monos.

Ha llovido, pero también nos ha iluminado el sol del mediodía. Atravesamos un sendero que hace siglos fue abierto a machete y mano limpia por indígenas de la etnia inga, y que hace décadas fue recuperado por el caucano Jesús Huaca. En la montaña empinada, que subimos durante una hora y media, nos agarramos de las raíces de los árboles. Vimos ranas del tamaño de una mosca e insectos del tamaño de un pájaro. La belleza de la selva es hiperbólica, superlativa.


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Aquí estamos: en esta tierra del suroccidente de Colombia bendecida con fauna, con flora y con riqueza cultural. En esta, la tierra que hasta hace unos años fue dominada por la guerra, por la que corrió sangre y que ahora exorciza el dolor con la esperanza de nuevos visitantes, a quienes entregan un mensaje de supervivencia y paz. 

El agua sigue su curso. Los guías recomiendan no mirar hacia abajo, pero miramos: es la cascada del Fin del Mundo, una caída de 75 metros. Me acerco a la orilla y me aferro a las cuerdas, que se convierten en una suerte de cordón umbilical. Tengo un arnés, un casco, un traje de neopreno; me siento segura, aunque el vértigo me hace retroceder. Ya estoy aquí, pienso.

Veo la ciudad de Mocoa al fondo, siento caer el agua a lado y lado. Estoy suspendida a 75, 70, 60 metros. El recorrido ha valido la pena.

Ahora, solo caigo.Babilla en el Putumayo


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Camino a las cascadas de Fin del Mundo
Así se ve el camino para llegar a la primera caída de agua. Se requiere buena condición física.
Foto: César Melgarejo / El Tiempo

 

El origen de la tragedia

Con humor negro, Jesús Huaca explica el nombre de esta cascada: “Se le llamó Fin del Mundo por la altura. Es muy difícil llegar allá, y cuando uno llega hasta la última, si no se cuida, se mata. Y ese es el fin del mundo”.

Don Jesús es el dueño de la posada turística con el mismo nombre de la cascada y vive en este terreno desde la década de los 70, cuando se asentó junto a su familia en una finca que compraron a indígenas inga. Cuenta que varias personas le dijeron que era un lugar turístico y, movido por la curiosidad, visitó otras regiones del país para comprobarlo: “Encontré otros lugares que no tenían la belleza que hay aquí ni las aguas naturales en abundancia o los micos o las aves. Fui a unos sitios que tenían una poceta y la gente amontonada”.

Luego de constatar que el lugar tenía potencial, trabajó durante varios años para convertirlo en un atractivo turístico. Se enteró de las normas, de las leyes que debía cumplir y creó un negocio familiar. Junto a sus cuatro hijos administra la posada –que durante esta visita ha recibido a un grupo de checos y a una pareja de venezolanos– y ofrece planes de torrentismo y senderismo en esta zona.

“La gente empezó a venir en el 2000. Venían de todo el mundo: europeos, venezolanos. Pero este año se bajó el turismo con la avalancha. Aquí no pasó nada, pero la gente tenía miedo de venir por acá. Cancelaron los viajes y se vino una época baja”, cuenta Huaca.

En abril del 2017, una avalancha destruyó la capital de Putumayo. El río Mocoa se desbordó y piedras tan grandes como automóviles arrastraron la mitad de la ciudad. La tragedia cobró la vida de más de 300 personas, aunque dicen en Mocoa que pueden ser más, porque algunos cadáveres nunca aparecieron. Seis meses después, los vestigios sobreviven: un zapato, una camiseta, una cédula. Huellas del siniestro que permanecen como recordatorio de la vulnerabilidad humana frente a la naturaleza.

Durante los últimos meses las visitas se han reactivado. Don Jesús cuenta que para el fin de año recibirán a extranjeros. Dice que tiene planes de hacer una piscina natural en la posada y de ampliar el número de habitaciones. Los sueños renacen y la tragedia queda atrás. Adelante hay zorros, chuchas gallineras, micos, osos hormigueros y armadillos; cultivos de piñas, chontaduros. Hay abundancia, vida y agua.

 


Foto: César Melgarejo / El Tiempo
Cascada del Ojo de Dios
La cascada del Ojo de Dios tiene 35 metros. Se puede hacer torrentismo.
Foto: César Melgarejo / El Tiempo

Antes del Fin, el Ojo de Dios

Con furia, el agua se abre camino entre las rocas y la tierra. Pasa por una abertura que no permite ver el final de la caída desde aquí, desde arriba, en donde esperamos turno para hacer torrentismo. El más avezado baja primero y lo vemos desaparecer entre el agua y la tierra.

Un guía pregunta: «¿confía en mí?», mientras me sostiene de la cintura con una cuerda. Despego los pies del suelo y resulto suspendida en medio del Ojo de Dios, una cascada de 35 metros ubicada a medio camino entre el Fin del Mundo y el inicio de este viaje.

Ver hacia arriba es perdido; solo hay un torrente que cae en la cara. Tampoco es aconsejable ver hacia abajo, la fuerza de gravedad juega malas pasadas. Solo es posible fluir con el agua, bajar la cabeza y saber en dónde se ponen los pies.

La caída termina en un arroyo de aguas tranquilas. Nos reunimos en la orilla. Vemos atrás y la imagen –sublime, natural– es tan simple: agua y luz atraviesan una grieta abierta en medio de la montaña. Nadie nos ve del otro lado, pero es el Ojo de Dios.

Recuperación de la fauna

El jaguar reposa en cautiverio. El taita Manuel Mueses, que trabaja en el Centro Experimental Amazónico desde hace 14 años, dice que el felino llegó al Parque Suruma luego de que una mujer lo hubiera criado como un gato: “Alguien le dejó una caja en la puerta de la casa. Ella vio a un gato negro. Lo cuidó durante un tiempo, hasta que se dio cuenta de que era un jaguar”.

Animales como el jaguar no pueden regresar a su hábitat natural. Han olvidado cómo sobrevivir y podrían ser inmediatamente devorados por la selva. Para esto se creó el parque que, con apoyo de veterinarios, recibe especies selváticas para recuperarlas y, si es posible, liberarlas en su hábitat natural. Las especies que no pueden liberarse se quedan en Suruma.

Putumayo tiene las condiciones ideales de un laboratorio ambiental. Por esto se creó el Centro Experimental Amazónico, un lugar de recuperación que muestra cómo es la vida en la selva y cómo se conservan los recursos naturales. Además del parque, en donde viven babillas, monos, pirarucús (peces que fueron conocidos como los monstruos del río por su tamaño gigante), el CEA tiene un vivero y un jardín botánico de 16 hectáreas.

El taita Manuel, de la etnia camsá, conoce bien las propiedades de las plantas de la región, pero dice que no puede recetar sin conocer a la persona. Necesita saber cuáles son sus enfermedades, si consume o no alcohol u otras sustancias. Y luego, tras una toma de yagé, puede prescribir una u otra medicina natural: “El yagé es la planta más importante. Es la que nos da el conocimiento para saber qué enfermedades podemos curar con las otras plantas”. Esta es la visión ancestral indígena.

“Sabemos que esta es una planta alucinógena. Pero lo que recomendamos a la gente es que no la tomen para hacer el mal. Que lo hagan con un taita reconocido por la comunidad”, explica el taita y aclara que en el centro no dan yagé.

Cañón del Mandiyaco

Por el cañón del Mandiyaco atraviesa el río Manda, que desemboca en el río Caquetá. Foto: César Melgarejo / El Tiempo

Las piedras dibujan rostros de ancianos, de dragones, de garras de pumas y de serpientes. Es fácil imaginar leyendas atávicas, historias de otros tiempos que fundaron la cosmogonía indígena.

Dicen que esta formación de 441 metros de longitud es el resultado de la erupción de un volcán. Que el camino serpenteante se creó a partir de la lava. El cañón del Mandiyaco está a lo largo del río Manda, que desemboca en el río Caquetá. Está en el límite entre los departamentos de Cauca, Caquetá y Putumayo y es un lugar con un ambiente tan especial, que algunas etnias indígenas lo usan para las tomas de yagé. Es posible verlo desde un puente colgante, así como caminar sobre las piedras. Eso sí, con mucho cuidado.

No es posible nadar en el río. “Nadie conoce la profundidad”, cuenta el guía Rosemberg Huaca, del Fin del Mundo Extremo. Para andar por este lugar hay que llevar zapatos aptos para piedras resbalosas y estar dispuesto a escuchar solo el fluir del río, a concentrarse en el camino y a ver una anciana tallada en la roca o el perfil de un taita que cuida el terreno.

Esta es la última parada del viaje. Por un trayecto corto y seguro, ando sin zapatos sobre la piedra volcánica. Estoy segura de que no existe una mejor manera de conectarse con la tierra, de ponerse a su disposición y de entender su fuerza e inmensidad, que estar en silencio y escuchar el río y lo que sus pobladores tienen por decir.

Es hora de conocer destinos como este. Nuevos lugares en Colombia que entregan un mensaje diferente, uno de paz y conexión con la naturaleza. *Invitación de la aerolínea Satena y la agencia de viajes El Fin del Mundo Extremo.

Recomendaciones

Si va a hacer torrentismo, tiene que ir acompañado por un guía certificado y tener el equipo adecuado para realizar las actividades: traje de neopreno para aislar el frío, casco, arnés, cuerdas, zapatos especiales para rocas resbalosas, y quienes tienen el cabello largo deben llevarlo recogido.

La única certificada en Mocoa para hacer esta actividad de torrentismo es la agencia del Fin del Mundo Extremo. www.reservafindelmundo.org

SI USTED VA

Satena, la aerolínea de la paz, ofrece un vuelo diario entre Bogotá y Villagarzón. Vuela también desde Puerto Leguízamo a Villagarzón.

Llegar a las cascadas: desde Villagarzón se puede tomar un bus o carro. El recorrido tarda 15 minutos.

La Posada turística Fin del Mundo cuenta con lo necesario para una estadía tranquila y ofrece planes para salir a las cascadas. Tel.: 320 259 2329.

Pásese por el restaurante Pronto Parrilla, en Mocoa. Hay diferentes platos como ollo asado u otros más locales.

Fuente : ElTiempo


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