A-diós-a-las-ar-mas

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Por: Cristian Valencia

Entre Santana y La Hormiga, Putumayo, hay seis pequeños cementerios abandonados. Cementerios de diez o quince tumbas sin doliente alguno. Las tumbas desaparecen bajo la maleza y las cruces están torcidas y las lápidas, rotas. Uno sabe que es un cementerio porque la pendiente de la montaña lo deja en evidencia. La única explicación posible para ello me la dio un anciano en el parque de La Hormiga: “O son de una masacre vieja, cuando la guerra, o los parientes se tuvieron que ir y los mataron en otro lado, cuando la guerra”.

En la vereda La Carmelita, a la que se llega desde El Tigre –El Tigre y El Placer fueron terriblemente azotados por la guerra–, están una de las zonas de concentración veredal y un campamento de Normalización. El Ejército y las demás unidades militares están apostadas a un kilómetro, tal y como lo dice el acuerdo. Están tranquilos, llevan los uniformes nuevos. Es muy raro ver a los soldados con uniformes impecables y planchados en territorios que habitualmente eran de combates. Cuando había combates, uno encontraba Rambos por esas veredas. Una vez vi a uno. Llevaba manga sisa, un loro en el hombro, una balaca, estaba cruzado de cananas y llevaba el arma en una mano. Sucio y sudado. Su mirada no era fácil de enfrentar. La desolación de la guerra, las muerte de sus amigos, el tener que matar, todo eso junto en la misma alma producía una mirada desolada o implacable. Pues eso ya pasó a la historia, al menos en esta zona de concentración. Los soldados que vi estaban tranquilos y sonreían entre ellos –la risa tampoco era habitual en un puesto de control–.

En la vereda La Carmelita viven, más o menos, 600 familias. Antes, cuando la guerra, nadie salía de noche. Constantemente se escuchaban los rafagazos. Nunca faltaron veladoras para los santos ni los ruegos para que los parientes de los otros lados estuvieran bien. Pues hoy, en esa vereda, pasa algo que los tiene viviendo uno de sus mejores momentos. Lo que pasa es una biblioteca móvil. Pablo, el presidente de la vereda, jamás se imaginó que una biblioteca fuera tan importante.


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–De todo corazón lo digo, que durante lo que llevo como presidente de la vereda La Carmelita ha sido la mejor etapa –dice Pablo–. Siento alegría cuando miro gente entrando, saliendo, por las mañanas, por las tardes. De todo lo que hemos vivido durante tiempo atrás, el tema del conflicto y todo eso, sentimos tranquilidad cuando vemos a los niños llenando este espacio. Créame. Es la mejor etapa de La Carmelita.

En el campamento, los excombatientes están ocupadísimos. Unos están construyendo; otros, estudiando la Constitución, las leyes. Había uno que aprendía a manejar en un pequeño Spark. Daba un poco de pesar ver la fuerza con la que agarraba el timón. No lo puedo imaginar manejando en Bogotá.

En ese campamento se están poniendo al día con este 2017, porque mucho me temo que tanto monte los tenía viviendo en los años 70. Otros aprenden a leer, gracias a la labor de Doris Mosquera Pantoja, Luis Narváez y Stella Nupán, bibliotecarios de esa biblioteca móvil. Digamos que se llama Pedro y es uno de los que aprenden. Es hombre de 45 años, de facciones indígenas, putumayense, que se metió a las Farc cuando tenía 28. No veía a su madre desde entonces. Pero su madre lo fue a visitar. No paraba de llorar cuando lo vio, porque pensaba que estaba muerto. Y, como no paraba de llorar, este hombre la abrazó y le dijo que todo iba a salir bien.

–Ya hasta estoy aprendiendo a leer, mamá.


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Lo dijo porque cree de verdad que tras esas letras hay un mundo nuevo.

El-mun-do-es-o-tro-cuan-do-se-a-pren-de-a-le-er.

CRISTIAN VALENCIA
cristianovalencia@gmail.com

Fuente : ElTiempo


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