Texto: Felipe Chica // Fotos: Gustavo Wilches
Después de una avalancha nada vuelve a ser lo mismo. ¿O sí? Más allá del sensacionalismo, las explicaciones oficiales resultan insuficientes de cara a las víctimas. ¿Qué cambia? ¿Por qué la relación desastres-desarrollo sigue siendo tan dolorosa? Un estudio del Banco Mundial afirma que en Colombia los derrumbes, inundaciones y avalanchas suman más muertos y representan mayor retroceso para el bienestar del país que los eventos de gran impacto, como el terremoto de 1999 que destruyó Armenia.
Un análisis de los últimos tres desastres por avenida torrencial sirve para extraer lecciones no aprendidas. Mocoa (Putumayo), Salgar (Antioquia) y Útica (Cundinamarca). Revisamos sus respectivas políticas locales de planeación, rastreamos fotografías aéreas en perspectiva histórica y conversamos con algunos expertos.
País de agua
Lo primero que hay que decir es que Colombia es un país construido a orillas de ríos. En cuanto a corrientes de agua dulce hay de todo; ríos diminutos, pequeños, medianos, intermedios, grandes y muy grandes. Entre los principales está el Magdalena, Cauca, Meta, Putumayo, Orinoco y Atrato que tienen asociado todo un ramillete innumerable de drenajes que recorren el país como las arterias a un cuerpo. Sin embargo, los focos de desastre en las últimas seis décadas, según el inventario de desastres en línea ‘Desinventar’, han sido los ríos intermedios, que en la jerga de hidrólogos son: “los drenajes de cuarto orden”. Al respecto la Universidad Nacional de Colombia ha dicho que son aproximadamente 400 municipios los que se encuentran en riesgo de avalancha por ocupar sus abanicos de inundación.
En los tres casos (Mocoa, Salgar y Utica) los pueblos devoraron los bosques aledaños. En Mocoa y Salgar la pérdida de la cobertura vegetal se ve agravada por las altas pendientes en las que hoy pelecha el café, el plátano, la minería y sobre todo la ganadería intensiva, de modo que el suelo se compacta y se fractura dejando de absorber las aguas lluvias. La mención de este hecho como un riesgo potencial en el esquema de ordenamiento territorial de Salgar es incipiente. En el caso Mocoa es nulo y contrasta con la legitimación de la extracción de maderas silvestres del piedemonte amazónico como actividad económica. A diferencia de este municipio, Salgar sí manifiesta la necesidad de proteger sus áreas de vida en el cañón de la quebrada Liborina. El contexto es preocupante. En Antioquia se tumban unas 15.800 hectáreas de bosque al año mientras que en Putumayo la cifra es de más de 9.200 hectáreas.
Ninguno de los municipios expresa tener claros los mecanismos para garantizar el cumplimiento de sus objetivos ambientales más allá de los programas de reforestación. El caso de la reubicación de las zonas urbanas aledañas a la quebrada Liboriana (Salgar) se menciona, pero previo al desastre no se habían ejecutado obras en ese sentido. La razón además de política fue presupuestal. Solo grandes ciudades como Bogotá, Medellín y Cali han logrado avanzar en la liberación urbanística de cauces de la que habla la legislación colombiana de ordenamiento hídrico.
Utica es caso aparte. Su tasa de deforestación es baja, como sus pendientes montañosas. Ambos factores responsables de que el cauce del río Negro sea más lento. La tarde del 18 de abril de 2011 un par de agentes de policía, un estudiante de colegio y varios voluntarios tuvieron tiempo “suficiente” para alertar a toda la comunidad de que aguas arriba se estaba represando la quebrada. La avalancha, a diferencia de Mocoa que fue súbita y atizada por la imparable lluvia, tardó al menos cinco horas en llegar al casco urbano. Dice el alcalde de aquella época que la gente se resguardó en los filos mientras veían como la quebrada se tragaba el noventa por ciento del pueblo turístico. Entre las causas de esta emergencia se mencionó la sedimentación del río ocasionada por la construcción del ferrocarril e infraestructuras turísticas.
Vocación contra uso
La ganadería se ha confabulado con el clima. En Colombia son aproximadamente 39,2 millones de hectáreas las que se usan para ganado, mucho del cual se encuentra en los piedemontes andinos. 21 millones de hectáreas tienen la vocación para esta actividad. En los tres municipios se evidencia un aumento en los parches de pastizales.
Ninguno de los planes locales determina la necesidad de estudiar la vocación real de sus suelos para potenciar actividades desde criterios ecológicos y económicos. El esquema de ordenamiento de Útica sí reconoce el riesgo de desastre como objetivo estructural. Incluso a diferencia de sus antecesores, cuenta con un Plan Municipal para la Gestión del Riesgo. El actual alcalde, Alfonso Mahecha, prometió en su plan de desarrollo reubicar las viviendas destruidas por la avalancha del 2011 pero hasta la fecha no se han iniciado las obras.
También es un asunto de mercado
El Instituto Lincoln of Land Policy ha advertido que mientras el mercado de la vivienda no se regule mediante el control de los precios del suelo, los gobernantes locales no podrán satisfacer sus objetivos en materia de vivienda. La llegada del neoliberalismo a este mercado genera un crecimiento acelerado de la vivienda estrato tres, cuadro y cinco, mientras que la de estratos cero, uno y dos se estancan o, en el mejor de los casos, se construyen sobre terrenos desfavorables ambientalmente. Las periferias.
Previendo esa situación la ley 388 de 1997 dotó a los entes territoriales de herramientas para impactar sobre los precios del suelo ya que se trata de un bien insustituible. La experiencia más importante de gestión de vivienda de interés prioritario, no periférica, fue la que desarrolló el alcalde Gustavo Petro, en Bogotá, en el proyecto la Hoja con víctimas del conflicto armado, el cual se construyó en las proximidades del centro histórico de Bogotá. El caso es relevante en tanto que en este caso sí se logró, luego de una tortuosa gestión, algo que municipios de quinta categoría, como Mocoa, no pueden desarrollar, pues carecen de recursos y profesionales formados en el tema. En ninguno de los acuerdos municipales, se hace uso de las herramientas regulatorias que brinda la ley.
Así mismo, en los tres pueblos el déficit de vivienda es un correlato de la letalidad del desastre. Antes de la tragedia, Salgar contaba con 4.252 familias sin techo adecuada, Mocoa unas 9.447 familias y Útica otras 1.268 según el DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística). El déficit bordea los ríos. Aun así, las autoridades desconocen el detalle de sus condiciones de riesgo local. Salgar y Mocoa carecen de una zonificación de riesgos, al menos en sus planes.
Previo a las avalanchas el Ideam advirtió mediante informes técnicos los riesgo que podría representar temporadas de lluvias como las que el pasado mes azotaron el Putumayo. En ninguno de los casos se atendió el llamado. Algunos expertos han manifestado que la prevención de desastres no genera réditos políticos por lo que el gobernante de turno cruza los dedos para que la ruleta del desastre no le toque.
Proponen los expertos
En términos de hacerle frente al riesgo latente, el gestor ambiental Gustavo Wilches-Chaux ha propuesto consolidar sistemas de alertas tempranas (SAT) en ríos intermedios. Se basa en su experiencia en la consolidación del SAT del río Combeima, en Tolima. “En palabras de un campesino tolimense”, recuerda Wilches, un SAT es “como cuando el ganso grazna para avisar que la chucha se quiere entrar al gallinero”. En palabras técnicas, se trata de una estructura organizada de medidores de lluvia y volúmenes de cauce, sistemas de alarmas, equipos de comunicación y gente; sobre todo, gente capacitada. Una fuente de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo ha dicho que entre mil y mil doscientos millones de pesos se requieren para instalar un sistema de alertas en un río como el Mocoa o río Negro en Útica. Sin duda mucho menos de los que costará recuperarnos cada tanto de otro desastre anunciado.
Mocoa, Salgar y Útica: la amenaza fue natural, el desastre no