El año pasado, el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam) tuvo que decirle al país, con bastante vergüenza, que en 2015 los colombianos habíamos perdido un total de 124.035 hectáreas de bosque, casi toda la ciudad de Bogotá.
La minería ilegal y a cielo abierto, los cultivos ilícitos, la ganadería extensiva, la conversión de los bosques a pastos, la construcción de infraestructura vial y la extracción de madera arrasaron indiscriminadamente con estos ecosistemas. Inescrupulosos se estaban comiendo a mordiscos nuestro pulmón, dejando consecuencias desastrosas.
Los departamentos más impactados seguían siendo los mismos: Caquetá, Antioquia, Meta, Guaviare y Putumayo, que no sólo concentran el 60 % de la deforestación del país, sino que además han sido víctimas de actos terroristas en los que el ambiente es el principal implicado.
Nos dijeron a los periodistas, en ese entonces, que el Gobierno Nacional tendría que ponerse las pilas para blindar estas áreas en el posconflicto, que tendría que haber coordinación, inversión e interés político para que el medioambiente dejara de ser una víctima más de estas cinco décadas de guerra y empezara a generar dividendos.
“Estas son zonas donde ha habido una ausencia sistemática de la integralidad del Estado, que se caracteriza por altos indicadores de pobreza y desigualdad, con presencia de criminalidad e ilegalidad. En estos bosques se libró gran parte de la guerra y ahora tienen que ser el escenario de la paz”, aseguró el ministro de Ambiente, Luis Gilberto Murillo, en aquella ocasión.
Pero, en la realidad, ¿eso cómo se materializa? ¿Cómo lograr que los ríos dejen de estar manchados de petróleo o contaminados de mercurio? ¿Cómo volver nuevamente productiva una tierra que ahora está erosionada? ¿Cómo evitar que el desarrollo y la paz se conviertan en sinónimo de carreteras que destruyen todo a su paso, quiebran ecosistemas y generan un desarrollo en contravía de las realidades locales? ¿Cómo buscar alternativas económicas amigables con la naturaleza que además sean rentables para la gente? ¿Cómo hacer que las Farc hagan parte de todo esto?
La tarea no es sencilla, pero, si todo sale bien, la firma de la paz con el grupo guerrillero, dice el Departamento Nacional de Planeación (DNP), le ahorraría al país $7,1 billones al año. Esto teniendo en cuenta que la guerra ha dejado 1,5 millones de hectáreas de suelo degradadas, 4,1 millones de barriles de petróleo derramados, el 60 % de las fuentes hídricas del país contaminadas y tres millones de hectáreas de bosque destruidas, exclusivamente, en municipios azotados por el conflicto armado, el equivalente al área de Bélgica.
Ahora bien, para algunos es un escenario utópico, lejano y muy optimista. Pretender que el posconflicto traerá consigo, prontamente, dividendos ambientales es no reconocer otras experiencias internacionales que demuestran, precisamente, todo lo contrario.
“La destrucción ambiental se podría incrementar en el posconflicto, como ocurrió en El Salvador, Nicaragua o el Congo. Entre otras razones, porque en estos países los excombatientes que no se reintegraron fueron en pos de la explotación ilegal de los recursos naturales —que sabían perfectamente dónde se encontraban— y porque empresas formales de la economía que, por la inseguridad, no tenían acceso a ciertas áreas de esos países, con la paz desarrollaron actividades que acabaron generando injustificados daños para el medioambiente”, opina el ambientalista Manuel Rodríguez Becerra.
En la realidad, piensa Éderson Cabrera, coordinador del Sistema de Monitoreo de Bosques y Carbono del Ideam, podría haber tres escenarios más aterrizados: en el primero, cuando apenas se empieza a implementar lo acordado en La Habana, habrá un aumento significativo de la deforestación en Colombia. Luego habrá una etapa de transición, en la cual el Estado recuperará la presencia y el control en zonas que antes estaban ocupadas por las Farc, y ahí vendrá una reducción de la deforestación que se aumentó inicialmente. Por último, un escenario de estabilización y reducción, que dependerá de las políticas nacionales, la cooperación internacional y la presencia institucional para proteger esas áreas, y, ahí sí, poder hablar de ahorros económicos. Pero sería un escenario a largo plazo.
Las corporaciones autónomas regionales (CAR) entrarían a jugar entonces un papel trascendental, para que, con poca plata y personal, como lo han venido haciendo hasta ahora, puedan seguir ayudando a blindar los ecosistemas contra grupos ilegales que se desplacen para ocupar esos territorios, y otros nuevos que vayan naciendo. Porque si algo nos ha enseñado la historia es que las Farc no son el único grupo armado que domina los negocios ilegales en este país.
“Si el Gobierno no tiene una política clara, dificulta su propia propuesta. El carácter ilegal de los cultivos de coca y marihuana hace que tengan un precio muy alto y, por tanto, sean más rentables que cualquier otro sistema de producción agropecuario. Así es imposible que los legales puedan competir con los ilegales”, comenta el ambientalista Juan Pablo Ruiz, refiriéndose a los cultivos ilícitos.
El 42 % de los parques nacionales naturales (PNN) se han visto afectados por cultivos de coca, poniendo en riesgo el abastecimiento de agua del 50 % de la población del país, que es aproximadamente de 20 millones de personas. Asimismo, estos lugares representaron en el 2015 el 4,6 % de la deforestación de Colombia: 5.694 hectáreas de bosque que, se supone, son intocables pero ya no están.
Las CAR son conscientes del escenario que se les viene encima y creen que las cuentas del DNP son muy románticas frente a la realidad que se vive desde el territorio.
“El posconflicto, si no es diseñado adecuadamente, podría dar al traste con los recursos naturales, que son el combustible para esta guerra y manejan intereses económicos muy poderosos que sobrepasan nuestra capacidad operativa. Le hacemos un llamado al Gobierno para que endurezca ciertas normas y legisle para la otra Colombia”, dice Teófilo Cuesta, director de Codechocó, que en el 2015 perdió 5.815 hectáreas, entrando a la lista de las diez autoridades regionales con mayor amenaza.
Sin embargo, Cuesta cree que la zona del Darién chocoano y el río Quito, uno de los más contaminados por mercurio del país, debido a la minería de oro, podrían presentar mejorías significativas siempre y cuando “el Gobierno apoye procesos de desarrollo para evitar que la gente regrese a actividades ilícitas”. Además cree que el tráfico de animales, como la guagua, el águila arpía, serpientes, loros, búhos y la rana dorada, podría reducirse con la presencia del Estado en zonas que antes no controlaba.
El dato más reciente del Ideam dice que el país tiene 59,6 millones de hectáreas de bosque natural, es decir, el 52 % del territorio es verde. Está lleno de vida y guarda en sus entrañas una biodiversidad inigualable que, afortunada o infortunadamente, no se ha explorado a cabalidad como consecuencia de la guerra.
Una de esas zonas es la Amazonia, que además de albergar algunos de los municipios más acorralados por la violencia también presenta los niveles más altos de deforestación. En los últimos 100 años se ha destruido el equivalente a cinco millones de canchas de fútbol en la región.
Según un ambientalista de la zona, que pidió no ser nombrado, en la ruralidad de Putumayo, Caquetá y Amazonas, talar una hectárea de bosque puede estar costando un millón de pesos y hay rastros de gente que manda a deforestar hasta 600. “Estos grupos ilegales no sólo tienen la capacidad técnica y el dinero de mandar a talar lo que quieran, sino también de transportar esa madera y poner el ganado. ¿Cómo lo hacen? ¿Acaso nadie se da cuenta?”, se pregunta.
En los mapas del Ideam se asoman, en color rojo y naranja, los PNN más degradados y amenazados: la Sierra de la Macarena, Paramillo, La Paya, la Sierra Nevada de Santa Marta, Tinigua, Catatumbo-Barí, Puinawai y Nukak.
Los directores de algunas corporaciones le dijeron a El Espectador que la incertidumbre reina en sus jurisdicciones. Algunos mencionaron que otros grupos ilegales ya están entrando a ocupar zonas de las Farc, que la deforestación sigue latente al igual que los cultivos ilícitos, que las amenazas son pan de cada día en la zona y que su capacidad operativa se queda corta para monitorear todo el territorio que les compete.
“El posconflicto es una oportunidad para estos departamentos que históricamente han estado olvidados. La presencia institucional debe fortalecerse, pero no sólo con el garrote sino también con la zanahoria, creando oportunidades desde lo local, no sólo desde las grandes ciudades”, comenta Iván Melo, subdirector de Corpoamazonia.
Aunque el Gobierno fijó una meta de cero deforestación neta en la Amazonia para 2020, lo más probable, dicen los expertos, es que el posconflicto dé resultados lentos en materia ambiental.
Fuente : http://www.elespectador.com/noticias/medio-ambiente/incertidumbre-del-medioambiente-el-posconflicto-articulo-676544