La vida indígena tras las artesanías colombianas

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Carlos Mutumbajoy, uno de los protagonistas de esta crónica, tiene 36 años de edad y una historia dramática ligada al conflicto, pero con final feliz. Cortesía: Artesanías de Colombia
Carlos Mutumbajoy, uno de los protagonistas de esta crónica, tiene 36 años de edad y una historia dramática ligada al conflicto, pero con final feliz. Cortesía: Artesanías de Colombia

Es un indígena puro. Su nombre es Carlos Mutumbajoy. Nació en el pueblo de Kamëntsá, en pleno valle del Sibundoy, atravesando las tierras prodigiosas del Putumayo, cubiertas de selvas y llanuras, al suroeste de Colombia, ya casi llegando a Ecuador y Perú.

Su historia es una de las más estremecedoras que yo haya oído en mi vida. Pero también es una de las más estimulantes. Cuando apenas tenía 13 años de edad, Carlos y su familia presenciaron el asesinato de su padre. Eso ocurrió hace 23 años, pero todavía se le nota la voz adolorida al recordarlo.

–Lo mató el frente 48 de las Farc –me dice–, y nos obligaron a estar presentes, empezando por mi madre, en el lugar y a la hora del crimen. Como si fuera poco, un año después esa misma guerrilla me reclutó a la fuerza. A mi hermano mayor, también.

Cuando por fin logró desmovilizarse, Carlos tuvo que prestar el servicio militar en las filas del Ejército Nacional. Volvió a su tierra y decidió casarse.


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Lo nombraron autoridad tradicional del territorio, pero en el 2010 la guerrilla le hizo otro atentado y fue necesario que abandonara su pueblo, que era para él “lo más sagrado”.

Perseguido por la sombra de la muerte, sin un trabajo digno para mantener a su familia, agobiado por tantas iniquidades, deprimido, con el espíritu triste, aquel joven indígena tomó una terrible decisión. Fue entonces cuando agarró el machete y un cáñamo. Se fue calladamente a la chagra, que es el nombre que le dan en esos parajes al campo de labranza.

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–Estaba resuelto a matarme. Me iba a ahorcar. Primero colgué la manila en la rama de un árbol y le hice un nudo. Luego, entre lágrimas, descargué mi rabia dándole con el machete al tronco del árbol.


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Del Putumayo a la Sierra Nevada

Perdóneme usted que interrumpa esta historia, pero le propongo que hagamos ahora un viaje imaginario a lo largo del país, de abajo hacia arriba, hasta llegar al norte. Estamos en la Sierra Nevada de Santa Marta y nos detenemos en uno de los lugares más bellos de Colombia, Nabusímake, la ciudad sagrada de los arhuacos, una planicie en medio de la alta montaña. Me consta que allí los burros rebuznan en coro al mediodía, como si estuvieran dando la hora, y se oyen en todos los confines.

Un poco más allá queda una aldea llamada Yeura, que es el lugar donde nace el agua. Allí nacieron también Danit Blancina Izquierdo y su sobrina Ati Janey Izquierdo. Las dos se fueron a hacer estudios universitarios en Bogotá. En ese ajetreo andaban cuando conocieron a dos hombres que eran hermanos, Hugo y Juan Andrés Jamioy, también indígenas putumayos, de la misma tierra de Carlos Mutumbajoy.

Juan Andrés y Danit se casaron primero. Hugo fue a visitarlos a Nabusímake y salieron a caminar una noche.
–Había una luna llena –recuerda él–, de esas que no solo se graban en la mente, sino en el corazón. Y aunque hacía mucho frío, sentí un corrientazo eléctrico cuando Ati me tendió su mano para saludarme.

También se casaron. Hoy viven en la Sierra Nevada. Se unieron los pueblos nativos de los dos extremos del país. Se juntaron las antiguas comunidades. Sus familias han crecido. Ahora hay una mezcla de razas indígenas que enriquece al país, a los seres humanos y a las artesanías.

¿Y la gente? ¿Y los negocios?

De eso era que yo venía a hablarles, de artesanías, pero otra vez me perdí en divagaciones. Es que acaba de pasar la Feria Nacional de Artesanos, y en los periódicos se han visto unas bellezas de hamacas que dan ganas de echarse a dormir, en la televisión salieron unas imágenes de mochilas que parecen fogonazos de luz; en las revistas, unos sombreros de todas las formas y colores.

Pero ¿y los seres humanos? ¿Dónde están los hombres y mujeres que fabrican todo eso? Me hice tales preguntas y salí a buscar una persona que me las contestara. La encontré. Se llama Ana María Fríes y es la gerente de Artesanías de Colombia, arquitecta de profesión, una admirable mujer apasionada del diseño, de la música, de la danza, de la literatura. Ella organiza la feria, y fue ella quien me habló por primera vez de aquel indígena que decidió suicidarse y de los dos matrimonios entre tribus.

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–Del 2010 a septiembre del 2016 –me explica la señora Fríes–, Colombia exportó artesanías por 31,6 millones de dólares. Los dos mercados principales fueron Estados Unidos y Ecuador. En el 2015 hubo un incremento en ventas del 22 por ciento.

Las chambas del Tolima

Los gringos compran, especialmente, cerámica y sombreros de palma, objetos decorativos de madera, hamacas. En Europa prefieren los tejidos hechos por la comunidad wayú de La Guajira, productos derivados del cuero y unas blusas de colorines llamadas ‘molas’. Los japoneses se enloquecen con una hamaca hecha en las sabanas de Bolívar. Y en los pueblos de América Latina y el oriente remoto abundan los sombreros de vuelta que hacen los indígenas zenúes en los pueblos de Córdoba y Sucre.

Manillas y pulseras se venden en los parques de París. Una de las artesanías colombianas que mayor reconocimiento y respeto han suscitado en el mundo es la denominada chamba. Se trata de vajillas completas y cazuelas de alfarería negra. Les pusieron ese nombre porque son originarias de la región de La Chamba, en el Tolima.

–La alegría no me cabe en el cuerpo –dice Ana María Fríes– cada vez que me llega una fotografía en que se ven las exhibiciones de chambas en las vitrinas más refinadas de Nueva York, Londres o Bruselas.

El célebre Museo Smithsonian, que es administrado por el Gobierno de Estados Unidos y se dedica a la investigación, la educación y la cultura, muestra a sus visitantes una exposición de esas cazuelas tolimenses.

El nivel de vida

A la reciente feria Expoartesanías, que se realizó en diciembre, concurrieron 79.584 personas. Se hicieron dos ruedas de negocios para sesenta compradores extranjeros y ciento veinte nacionales.

En medio de tantas cifras, lo importante es que ese éxito artístico y comercial se traduzca en una mejoría de vida para los artesanos y sus familias. Aunque no hay muchas estadísticas actualizadas, en este momento hay 25.000 familias que viven de esa actividad. Se espera en el 2018 sean 50.000.

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–En este momento –agrega la señora Fríes–, Artesanías de Colombia tiene veintitrés laboratorios de Diseño en Innovación en veintitrés departamentos. En cada uno de ellos se benefician, en promedio, 400 artesanos. Se los capacita en desarrollo humano, emprendimiento, materias primas, oficios, rescate y preservación cultural.

En noviembre pasado, todos a una, instructores y artesanos, recibieron una mala noticia que les produjo dolor y lágrimas: falleció la arquitecta Diana Pombo, subgerente de desarrollo de Artesanías de Colombia, quien recorrió el país de cabo a rabo, en chalupa o en burro, a pie y en motocicleta, llevando profesores, exposiciones, enseñanzas, entusiasmo. Era, sin duda, una mujer excepcional. Para comprobarlo basta con leer su libro Trópicos.

Epílogo 1

Regresamos a la Sierra Nevada, que resplandece con una blancura brillante bajo el sol del Caribe. Los hermanos Jamioy, aquellos indígenas sibundoyes del sur que estudiaban en Bogotá, y sus respectivas esposas, las señoras arhuacas, viven hoy con sus hijos en estas mismas tierras, en la localidad de Pueblo Bello, en las estribaciones que corresponden al Cesar.

Los Jamioy suelen viajar anualmente al Putumayo para participar en las fiestas de su tierra, que tienen uno de los nombres más hermosos que he oído: Carnaval del Perdón.

Aprovechan, también, para visitar a sus padres y a sus amigos de la comunidad. “Algún día”, dice Hugo, “espero servirles como lo hicieron mis abuelos y bisabuelos, que fueron autoridades indígenas”.

El resto del año, él y Ati son artesanos. Ella teje las mochilas típicas de los arhuacos y él hace los collares y manillas propios de su tradición. Durante la reciente feria de Expoartesanías, cada uno tenía su mostrador y vendía sus productos por separado, para conservar la pureza de cada cultura.

Epílogo 2

Yo sé que ustedes se están preguntando –y por eso lo dejé para el final– qué acabó de pasar con Carlos Mutumbajoy, el muchacho indígena que estaba a punto de suicidarse a raíz de todas las tragedias que le deparó la vida y de la depresión que estaba sufriendo. Quedamos en que primero colgó la cuerda en una rama y después, sollozando, agarró a machetazos el tronco del árbol, para descargar en él la rabia que estaba sintiendo.

–No recuerdo más –me confiesa ahora–. Solo sé que, cuando abrí los ojos, descubrí que con los machetazos había hecho unas figuras de madera en el tronco. Recordé que, cuando era niño, yo había aprendido ese arte de esculpir. Entonces descolgué el cáñamo, guardé el machete y regresé a mi casa.

Hoy, Carlos tiene 36 años y su empresa se llama Mutumbajoy. Funciona en la localidad de Jamondino, corregimiento de Pasto, y tiene 60 empleados directos que son madres cabeza de familia y campesinos que habían sido desplazados.
En diciembre, Carlos y su esposa concurrieron a la feria artesanal en Bogotá. Presentaron sus hermosas máscaras, hechas con madera de cedro, pino, urapán y acacia. Su esposa las adorna con diseños de chaquiras, argollas y abalorios. Cosecharon aplausos, elogios y clientes.

La vida, a veces, tiene un final feliz.

JUAN GOSSAÍN
Especial para EL TIEMPO

http://www.eltiempo.com/colombia/otras-ciudades/artesanias-hechas-por-indigenas-colombianos/16796541


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