Entre guayusa, chicha y yagé

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Las bebidas de los indígenas fueron prohibidas por el catolicismo. / AFP
Las bebidas de los indígenas fueron prohibidas por el catolicismo. / AFP
Por: Leonor Espinosa

Un domingo de febrero, luego de un venturoso viaje, arribé a la maloca que el abuelo de Néstor Juajibioy había construido en techo de palma y paredes de guadua y yaripa, una esterilla gruesa obtenida de los tallos de chonta, en la falda oriental del cerro La Tortuga.

El chinchorro dispuesto para mi estancia lo situaron en el segundo piso, con vista hacia el bosque húmedo montano bajo. Subí y percibí un aire de silencio reposando alrededor. Sólo escuchaba la melodía de la fauna invisible oculta en la enramada.

A las tres de la mañana desperté por el asedio de los jejenes. Me dirigí a la cocina a tomar un poco de la infusión que Aurora, su madre, había dejado servida en una olla encima de la estufa de leña. Atanasio se levantó al sentir el ladrido de Chamán, uno de los tres perros que lo custodiaban, cuyo físico es el resumen de diversas razas caninas en una sola. El esposo de Aurora es un hombre de baja estatura, delgado, lampiño y barrigón. En sus manos grandes y ásperas portaba una caja de fósforos.

Con caminar lento fue hacia la estufa. Levantó la mirada sin detenerla en la mía, y con voz baja dijo: “Esa agua de guayusa que va a tomar, nuestros antepasados la utilizaban para mantenerse sin desfallecer largas noches seguidas cuando temían ser invadidos por los enemigos. Las hojas provienen de un árbol sagrado cultivado hace 2.000 años. Es una de esas plantas que nos cuidan y nos enseñan… Se usa en brebajes, junto con otras, en las mujeres que no pueden tener hijos o en aquellas que tienen alumbramiento. A los tres días del parto se las baña con el agua de su cocción para evitar infecciones. Para nosotros es un estimulante que nos da energía y nos colabora en las labores de caza y pesca”.


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El pueblo inga llegó al Valle de Sibundoy a finales del siglo XV, proveniente de comunidades prehispánicas del Imperio inca que cumplían con la misión de resguardar las fronteras e impedir la sublevación de los pueblos sometidos por el imperio. Con el paso del tiempo lograron organizarse entre los Andes, o Alto Putumayo, y la selva amazónica, o Bajo Putumayo, creando una red de conocimientos e intercambios con productos agrícolas, artesanales y plantas medicinales.

Con la llegada de los misioneros, muchas teorías se entrelazaron con respecto a la guayusa, y lo que para los taitas o curacas era sanativo, para los jesuitas era diabólico: “Juntan esas malignas yerbas (borrachero, datura y otras alucinógenas), con guañusa y tabaco, que también se le atribuía ser invento del demonio, y las cocinan de forma que el poco zumo que queda viene a hacer la quinta esencia de la malicia y a la fe de quienes la beben…”.

Un tiempo después se convirtió en sustento para algunas compañías jesuitas, quienes la vendían como medicamento para curar frialdades y enfermedades venéreas.

Durante el tiempo que permanecí en casa, observé a la familia levantarse en horas de la madrugada a tomar la infusión. No escatimé un solo día para acompañarlos. Aurora comentaba siempre que la mata me devolvería con “juerza” a Bogotá.


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Caminando hacia el cultivo, con machete y hacha en mano, la escuché tararear una canción: “Qué tiene que ver esa agua con mi voluntad…”.

Uno de los grandes momentos con los hijos de la selva fue la oportunidad de escuchar las historias que narran su vivir. Aurora me confesó que, por tomar abundante agua de guayusa, parió trece hijos. “No alcanzaron a llevarse un año exacto. Cada once períodos mi barriga se achicaba y unos meses después crecía como una bola de inflar”.

La mujer ingana es maliciosa, alegre y laboriosa. Su vida transcurre entre la chagra, la artesanía y la cocción de alimentos para su sostenimiento.

De vuelta, no habíamos terminado de reposar cuando la mujer tomó unas cuantas yucas de la troja, donde reposaban los utensilios de cocina deslustrados por el carbón. De la estufa salió un delgado humo. Juntó unos cuantos tizones y los abanicó con la tapa de una olla para avivarlos. De inmediato, puso agua a hervir. Luego se retiró las botas machitas, recogió su larga cabellera negra y, acuclillada con las piernas abiertas, tomó un tubérculo con la mano izquierda y con la otra, sujetando el machete levemente oxidado, comenzó la labor. Mientras ella pelaba tres, yo pelaba una.

Esperó sin conversar hasta que la yuca ablandó. Se levantó, pasó la olla al piso y al lado ubicó una batea de madera. Con un plato, como si fuera un cucharón, sacó humeantes pedazos cocidos pasándolos rápidamente a la bandeja para luego machacarlos y dejar la masa con textura de puré. Posterior al proceso, la dispuso en un recipiente con agua para elaborar la chicha con fines embriagantes, que dejó en reposo de tres a cinco días. Le pedí sacar un poco para tomar como refresco.

Una de las características más comunes de los pueblos indígenas de América es su predilección por las bebidas fermentadas.

Recuerdo pensar en ese momento que el dogma conmigo no se cumpliría. Por ahora mis días pertenecen a la urbe.

Era la semana en honor al arcoíris y agradecimiento a la madre tierra. Los hombres tocaban flautas y tambores; las mujeres, cascabeles. Bailaban en fila y en círculo, inclinando y balanceando sus cuerpos disfrazados con máscaras elaboradas con madera y fique.

Mis días transcurrieron entre la guayusa, la chicha y el yagé. Mientras la guayusa me calentaba, el yagé me limpiaba y la chicha me refrescaba.

La noche antes del regreso, Anastasio me regaló unas pepas entrelazadas en forma de collar, usadas en su mundo espiritual para evitar que los malos espíritus y las energías negativas me posean. Apenas lo acercó a mi cuello, percibí un aroma similar a las hojas del árbol de curry. Era coquindo, una semilla también aprovechada en la medicina ancestral inga como calmante de los nervios y sanador de la epilepsia. No pude evitar tomar unas sueltas del calambuco, que dispuse encima de la mesa de madera roída. Rallé con mis uñas e imaginé el potencial culinario.

Hace pocos días invité a Néstor a probar la “pepa de indio” adobada en unas langostillas de agua dulce extraídas de la laguna de Fúquene. Le fue fácil comprender que a través de las especies biológicas existe un potencial para el desarrollo de economías locales.

Fuente : ElTiempo.com


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