Antes de ingresar hasta el Fin del Mundo, dos horas después de Mocoa, Putumayo, Alfonso Males Jamioy, taita indígena, detiene sus pasos. Observa la enorme montaña clavada en su frente y lanza una bendición sobre su cuerpo. «Dios mío, pedimos que así como entramos, salgamos», dice.
Quienes le acompañan lo miran detenidamente. «La montaña es sagrada. Pueden pasar cosas buenas, malas», informa. Nadie pregunta más. La duda persiste. Entre menos respuestas, menos preguntas, apunta Males Jamioy.
El indígena habla del frente 48 o 32 de las Farc que ocasionalmente sorprende durante la caminata en medio de espesa selva virgen por donde EL MUNDO.es atraviesa en busca del Fin del Mundo y los cultivos de Yagé (droga medicinal considerada remedio para el alma).
Si hay guerrilla no pasa nada, saludan y se esconden, cuenta uno de los que va en la caminata. Con los animales no hay problema. No se les demuestra miedo, recomiendan.
El yagé es una droga medicinal considerada remedio para el alma
Un puente construido en madera sobre el río Mocoa avisa del ingreso. Al lado izquierdo, detrás de la montaña del frente está el Fin del Mundo, un lugar natural, mágico y misterioso. En el derecho, los cultivos de yagé del taita Alfredo Mutimbajoy, tío de Alfonso. El recorrido empieza desde la vereda San José del Pepino, ubicada a 15 minutos de Mocoa, sur de Colombia.
La primera travesía busca recorrer la ruta del yagé, conocer las doscientas plantaciones del bejuco y llegar hasta el templo sagrado y los cocinaderos donde se prepara la bebida natural que limpia el alma, purifica el cuerpo, emborracha a algunos y desespera por segundos a otros.
El camino es improvisado, sobre la selva, en ascenso a orillas del río Mocoa. En algunos tramos, persiste el barro porque no ingresa la luz solar por la tupida selva.
Veinte minutos más tarde, una laguna encantada. Así la llaman. Es extraña, de lejos parece barro, de cerca, agua escarchada que brilla con los rayos del sol. ‘Que sale una bailarina’, ‘que hay oro’, ‘que han querido desocuparla para sacar el metal precioso’, se escucha. Casi nadie ingresa por allí.
Males Jamioy detiene el rumbo media hora después. Extrae de su maleta su atuendo blanco, su corona con plumas, su bebida y descontamina a quienes continuarán el recorrido. «La madre tierra no puede estropearse con la energía que viene de afuera», explica.
Sacude su Guaira (ramas), toma una bebida dulce con anís y plantas (Cuyanguilla, Tigre, Ruda, Romero), guardada en un frasco de cristal, y toca la dulzaina. Escupe dos veces en medio de la selva y reza una oración: «Dios mío, Señor mío, en tus manos encomiendo mi sabiduría, Santísima Trinidad…»Y continúa en su lengua.
Se escucha un concierto que emite desde sus labios y unos silbidos suaves. El ritual lo repite con cada asistente. No se permite un paso adelante de mujeres. Solo hombres. La naturaleza es celosa, explica.
Alfonso fija su mirada en cada uno y parece leer su imaginación. Dice textualmente cómo es cada quién y da orden de ingresar hasta el cocinadero a explorar el bejuco del yagé. Les da a beber del mismo frasco que conserva desde hace más de diez años y ¡adelante!
Estamos de frente a los bejucos que crecen desesperadamente rumbo hacia el cielo. Uno de ellos está incrustado sobre el tronco de un enorme árbol. Es Danta Yagé, grueso, copado por salvajina y lleva 15 años sembrado, apunta el indígena. Se produce en tierra húmeda, exclusivamente en las selvas del Putumayo donde llueve casi a diario.
Cielo Yagé, es otra de las plantaciones enterradas sobre el estrecho e improvisado camino y se diferencia por su enredadera similar a una trenza de cabello. Lo consumen quienes toman la pócima por primera vez. No da borrachera, vómito, ni diarrea.
«Se ven estrellas, imágenes, lo que vendrá en adelante, el pasado», describe Males Jamioy. El bejuco tiene diez años de sembrado. Se descubre por el grosor.
El Tigre Yagé, ubicado a un costado de la trocha y escondido entre matorrales, es más fuerte. El bejuco tiene manchas del animal y es más fuerte porque su reacción es prolongada; lo toman quienes ya han bebido yagé y están preparados.
Mono Yagé, es otra especie. Es delgado, fino, sirve para visualizar enemigos, especialmente entre taitas. Tiene un olor particular, más suave que los demás, relata el indígena, mientras lo toca con cuidado.
El cocinadero
Los pasos continúan y se avanza hacía las profundidades de la selva, cada vez más húmeda, oscura y miedosa por la soledad. Al fondo, en un lugar de difícil ubicación para un foráneo, está el cocinadero.
Es una casa misteriosa, extraña, encubierta en medio de la montaña que permanece desolada. Escasamente la visitan Alfonso y su tío Alfredo. Es descubierta, tapada por unas tejas de zinc sostenidas por troncos de madera y piso en tierra.
Alfonso dirige su camino hacía un bejuco de yagé, al lado de la casa, y reza durante minutos en una improvisada ceremonia. Arrodillado, canta frente al árbol: ‘oh eh, yo a pinta guaira je…’ y pide que el remedio dé la pinta (visión), a las personas que beberán la planta medicinal.
Corta un trozo de bejuco y lo machaca con un mazo desesperadamente en una canoa de madera. ‘Arrancha Chacruna’, hoja que ayuda a la visión, la famosa ‘pinta’, la tritura y termina junto a las barbachas del yagé en una olla cocinándose a altas temperaturas durante tres horas. Se extraen los pedazos de bejuco y se deja el guarapo.
Las pociones se guardan, se transportan y terminan en los rituales indígenas donde se da a beber a los interesados, narra el indígena, quien pide observemos con atención lo que llama ‘Quin de Borrachero’.
Es una casa misteriosa, extraña, encubierta en medio de la montaña que permanece desolada
Es una mata delgada, hojas verdes, aparentemente inofensiva. Pero no, el zumo de las hojas lo beben exclusivamente los taitas- quienes orientan la toma de yagé-.
«Nos protegemos de los envidiosos, de otros grupos indígenas que nos quieren dañar la pinta. No dejamos entrar la magia negra, aleja la energía negativa». Lo mismo que el Trueno Yagé que también cuida a los chamanes.
El cocinadero es un lugar casi secreto, vigilado por mariposas que sobrevuelan desesperadas y envían mensajes indirectos al taita. «Si es café o negra, la visita es mala. De lo contrario, es blanca, azul o amarilla…», describe el indígena.
Prohibido ingreso a mujeres
Ninguna mujer ha penetrado el cocinadero. Los indígenas temen que estén con la menstruación y los enloquezca durante la toma de yagé. Tampoco quienes no estén autorizados por la naturaleza. Las avispas armadilleras -negras, de patas y antenas grandes- atacan a los intrusos en sus territorios.
«Las mujeres tienen una pequeña sal que perjudica el remedio; el yagé es muy celoso. Las mamas tienen sus propios sitios para pernoctar».
Ninguna mujer ha penetrado el cocinadero porque los indígenas temen que estén con la menstruación y los enloquezca durante la toma de yagé
El yagé está listo, un líquido oscuro, fresco, huele a hierva, a dulce, a naturaleza. Está servido en un mate y quien lo tome- dice el taita-no sentirá nada durante los primeros veinte minutos. Una borrachera lo sorprenderá después, un miedo extraño a quien lo bebe por primera vez. El taita toca la dulzaina, mientras, en grupo o individual, casi siempre acostado, transcurre el efecto de alucinación.
A Jesús Guaca, indígena, le dio una picazón en el cuerpo y una piquiña extraña. «Sentí corrientazos, luego uno sueña cosas bonitas, se desfiguran, uno se va por el túnel y ahí va viendo cosas…». Y añade: «es como mirar televisión así se tape los ojos».
«Quienes son vagabundos confunden a las mujeres con troncos de árboles y corren a abrazarlas», narra a EL MUNDO.es Demecia Daza, indígena, quien tiene cultivo de yagé para la venta.
Y comercializa en cincuenta mil pesos un trozo que alcanza para cincuenta remedios. «Casi no hay yagé, y muchos chamanes, taitas y algunos chacharacheros, vienen de otras regiones a buscarlo aquí…», agrega.
Después del cocinadero, donde queda gran cantidad de residuos de yagé cocinado, se cruza entre la montaña hacia el Fin del Mundo, un lugar sagrado, mágico, apartado del ruido, donde se observan mágicas cascadas de agua natural que cambian de color y que pocos conocen.
¿Por qué el Fin del Mundo? En adelante, no se podía entrar. No hay más por recorrer.
El camino es angosto, gredoso sobre la montaña. Se tarda hasta dos horas en subir a la cima, ahora por un camino a medio construir con algunos pasos de madera, puentes y senderos ecológicos. Hace seis años se trepaba en bejucos y raíces. Hoy es más fácil, pero requiere de paciencia, estado físico y ganas de explorar un mundo distinto.
El sacrificio termina convertido en aventura porque las cascadas de la quebrada Dantayaco son un destino natural, casi virgen. «Ojalá pocos se enteren. La presencia masiva del hombre puede afectar los ecosistemas«, dice Javier Montes, visitante de Bogotá.
¿Por qué Fin del Mundo?, se interroga en la primera cascada. SergioJulián Pantoja, dueño del único negocio de gaseosas escondido bajo una enorme roca, dice que por las difíciles condiciones de ingreso y porque hasta hace ocho años- cuando empezaron a llegar turistas graneados-, era el último lugar de ingreso. En adelante, no se podía entrar. No hay más por recorrer.
El destino, amenizado por el concierto de gran cantidad de aves silvestres, es apetecido por quienes le conocen y extraño para lo que jamás lo han oído mencionar. Españoles, italianos, suecos, estadounidenses, entre otros turistas, terminan en las cascadas, de agua fría, protegidas por la naturaleza y ubicadas en medio de cañones, después de transportarse al mundo curioso del yagé.
http://www.elmundo.es/internacional/2014/01/04/52c820a9ca4741f7788b4570.html