Crónica.
Cuenta la leyenda que Dios creó a los Cofán para que fueran los guardianes de la selva. Entonces, con coronas de plumas de guacamayas y collares de colmillos de tigre llegaron a cuidar seis millones de hectáreas.
Hoy, desplazados de su territorio ancestral por las bonanzas petrolera y cocalera, esta etnia está en peligro de desaparecer, junto con sus dialecto y su conocimiento milenario sobre las plantas medicinales.
Viaje a Santa Rosa de Guamuez, Putumayo, uno de sus resguardos.
Jueves, tres de la tarde, 31 grados. El aire parece estar compuesto tan solo de polvo y humedad tras un viaje de tres horas por una carretera semi destapada que de Puerto Asís conduce a la frontera con Ecuador. Se trata de un trayecto que hace 15 años, en plena bonanza cocalera, quizás no habría sido buena idea recorrer. Pero aquí estamos sentados, a veinte minutos del municipio de La Hormiga, Putumayo, en un resguardo indígena de 756 hectáreas, cubiertos por las copas de los árboles, con la extraña sensación de estar en medio de la nada, en la mitad de la selva, en un punto difuso, distante, difícil de identificar en el mapa.
Sentada sobre una banca de madera, pelo negrísimo, nos recibe Vitelia Criollo, una mujer de mirada aguda y rostro gastado. Refleja más de los 56 años que dice tener. Sin embargo, al oírla vociferar a media lengua entre el dialecto cofán y el castellano, uno entiende que ese cuerpo ajado de pies exhaustos es apenas el cascarón de una guerrera indígena que aún no se cansa de vivir.
Es con ella que hemos venido hablar. Con ella y otros de los más viejos de los Cofán, una etnia de la que se tiene noticia desde mediados del siglo XV, tras la llegada de los españoles, y cuya presencia se extendió tanto en territorio ecuatoriano como colombiano. Una etnia que ya desde entonces basaba su cosmogonía en la ceremonia del yagé.
A juego con su sonrisa, Vitelia lleva puestos sus collares de chaquiras, unos aretes largos en forma de muñecas y un manicure rosa que se confunde con la tierra en sus dedos. Cuenta que tuvo 6 hijos, pero la muerte se encargó de arrebatarle dos. A uno lo mataron en los días turbios de la bonanza cocalera; el otro se envenenó. Los cuatro que quedaron están esparcidos en tres de los cinco resguardos de la etnia Cofán que existen en el Putumayo, y uno más al sur, en Chandianae, en la parte del Ecuador.
Vitelia parece feliz aquí, en Santa Rosa de Guamuez, en compañía de otras 86 familias. Aquí nació y aquí creció. Fue aquí -cuando esto aún era una selva virgen- a donde llegó su padre proveniente del Ecuador buscando mejores tierras para cultivar y para cazar. Fue aquí donde, siendo una niña, solía quedarse a cargo de los más pequeños mientras los taitas, armados de cerbatanas, se iban de caza durante semanas para traer dantas y venados; cerillos y pavas. Era entonces cuando lideraba los paseos al río Guamuez para bañarse y pescar panduruchos, unos renacuajos minúsculos que luego vertía en una olla junto a la yuca y el plátano para darles a todos algo de comer.
Y fue en esas andanzas de la niñez, cuando jugaba a ser grande, que Vitelia se encariñó con la selva: ella es una de esas pocas mujeres que aún atesora una inmensa sabiduría sobre el poder de las plantas. No sorprende entonces que, por vieja y por sabia, sepa qué tallo macerarle a Tomasito, su nieto, cuando un cólico le apura el llanto; también entiende de hojas para amarrarle a los pies y ahuyentar los mosquitos; de savias para combatir el mal aire. Esa sabiduría la heredó de su madre. Y su madre de su abuela. Y su abuela de tantas mujeres -también hombres- que la antecedieron en la etnia Cofán. Una sabiduría que se convirtió en el eje de su cosmogonía. La ecuación es sencilla: para los Cofán la flora es sinónimo de vida. Sin plantas no hay vida.
“Antes los abuelos no conocían droga occidental. Solo con el remedio del monte la enfermedad se curaba”, cuenta Vitelia. Eran tiempos en los que bastaba con machacar la cepa de ‘fambi’ o de ‘temblón’ para aliviar un dolor de cabeza; o unos baños de ‘chuchuguazi’ para aplacar el dolor en los huesos; o una pomada de ‘feriri’ para quitar los hongos.
Sentado a su lado, Eleuterio Queta, un indígena Cofán de 50 años, recuerda aquella vez que fue curado de un paludismo que lo sorprendió a los 14 años cuando sus días transcurrían entre el río Guamuez, pescando corronchos, o monte arriba, cazando monos y loros. Fue entonces cuando un escalofrío lo tumbó a la cama por 8 días. Solo un brebaje amargo que le preparó su mamá a base de una planta llamada chinchona logró sacarlo de la cama. La chinchona, para los occidentales, es la misma quinina o quino, un árbol cuya corteza es rica en alcaloides y cuyas propiedades curativas ya no son un secreto.
Myriam y Eleuterio, sin embargo, y otros viejos que van llegando a unirse a nuestro encuentro, hablan como si se tratara de tiempos lejanos. Tiempos idos.
-¿Todo tiempo pasado fue mejor? Pregunto.
-Fue mejor hasta que llegó la compañía, dicen.
Ambos, entiendo luego, se refieren a la década del 70. A esos días -oscuros para ellos-, en los que el petróleo tuvo la mala idea de dejarse encontrar. Porque tras él llegaron los colonos. Y con ellos las trochas y la deforestación y las máquinas perforadoras y los martillos bomba que hoy, 40 años después, no cesan de picotear la tierra para extraer el crudo que luego es transportado a través del oleoducto o en carrotanques que desfilan con sus barrigas llenas de regreso a Puerto Asís.
– Nunca hubo consulta previa, dice Eleuterio.
Su padre, un hombre alto pero encorbado, arrastra en sus pies el peso de sus 74 años y porta unos lentes que le ayudan a ver un poco más por el único ojo, el derecho, que aún le sirve. Sin embargo, ni su ceguera ni los años le hacen olvidar aquella tarde del año 71, cuando unos hombres llegaron al territorio sagrado para pedirle una porción de tierra. “Llegaron diciendo que tenían que perforar. Querían que les vendiera la tierra. Yo les dije que no vendía, que alquilaba. Y me contestaron: si no nos vende, venimos con el Ejército. Y yo, como no sabía de eso, me asusté y les vendí”.
Virgilio Queta cuenta que recibió la suma de $40.000. Desde entonces el pozo Hormiga, a 3 casi kms de sus casas, ha proveido crudo. Entre enero y diciembre de 2012 su producción fue de 1.193 barriles día, según cifras de la Agencia Nacional de Hidrocarburos. Una gota si se compara con el millón de barriles día que al año se producen en todo el país. El daño, sin embargo, es inmenso. Eso dicen los Cofán.
Paraíso del yagé
Con una superficie de 24.885 kilómetros cuadrados, el departamento del Putumayo, al igual que toda la amazonia colombiana, es dueño de una biodiversidad alucinante. En sentido literal y figurado.
Su selva alberga especies endémicas de flora que han sido utilizadas durante siglos por diferentes comunidades como medicina. Allí se encuentran, por ejemplo, la waira sacha, la ortiga y los chundures. Y el yagé, claro, esa planta que en occidente es sinónimo de viajes sicodélicos y alucinaciones, pero que en el universo indígena ha logrado cohesionar culturas enteras. La Cofán es una de ellas.
Universario Queta, esposo de Vitelia, 56 años, lo sabe bien. Vestido con una cusma azul, una especie de túnica, cubre su cuello con una decena de collares de semillas y chaquiras. Uno más grande, el de dientes de cerillo, lo delata. Solo lo usa el taita que sea médico tradicional. Universario es pues uno de los pocos que están en capacidad de realizar la ceremonia del yagé, o toma de remedio, que consiste en beber una preparación a base de la planta ayahuasca. Esta, al ser asimilada por el organismo, produce un emborrachamiento y, según sus creencias, posibilita el conocimiento interior y las visiones de lo que se debe hacer.
Casi todo en la comunidad Cofán es suceptible de pasar por la ceremonia del yagé. No solo los males físicos y espirituales, sino las decisiones que debe tomar la comunidad.
Algo similar sucede con el yoco. O sucedía. Hasta hace poco. Conocida como “la planta de la vida”, la paullinia yoco es una liana o bejuco que durante siglos fue elemento fundamental en la tradición medicinal de muchos pueblos indígenas de Colombia, Perú y Ecuador. Antes del amanecer, los nativos se levantaban a raspar su corteza para sacar la pulpa que lleva dentro y enjuagarla en un mate con agua del río más cercano. Entonces la bebían. A ella le atribuían beneficios no solo estimulantes y depurativos para el cuerpo, sino espirituales, chamánicos.
Explica Iván Sarmiento, miembro del Centro de Estudios Médicos Interculturales, y quien hizo parte del equipo que trabajó con el médico Germán Zuluaga en la caraterización del yoco que se realizó en el Putumayo entre 2003 y 2008, que a esta planta “se le conocen tres usos principales en la literatura científica: estimulante, medicinal y chamánico, y su papel, como parte de un complejo cultural, supone un reto para los métodos y las categorías con las que explicamos el mundo en Occidente”.
Durante las tomas de yoco, los indígenas suelen compartir los sueños que se tuvieron la noche anterior; también conversan sobre lo que se va a hacer durante el día. “Es una tradición de los médicos indígenas que cohesiona, como el yagé, toda su visión sobre el mundo, sustentada en el valor de las plantas”.
Cuando el botánico estadounidense Richard Evans Schultes, considerado el padre de la etnobotánica, estuvo en la Amazonía colombiana como parte de su larga investigación sobre plantas medicinales, identificó la relevancia del Yoco: la llamó “la más importante planta no alimenticia en la economía de los nativos”. Era 1941 y el yoco todavía abundaba en el territorio amazónico. Hoy, tras el boom pretrolero, la colonización que llegó con ella y la posterior bonanza cocalera, la planta se encuentra en vías de extinción. En el resguardo de Santa Rosa, por ejemplo, ya no existe. Tampoco en Yarinal ni en Afiladero ni en San Miguel, otros resguardos Cofán.
Quizás por eso Universario no dudó en presionar, desde 1999, a través de la Unión de Médicos Indígenas Yageceros de la Amazonia Colombiana, Umiyac, la declaratoria del Santuario Orito Ingi Ande, un área comprendida entre el interfluvio de los Ríos Orito y Guamuez, donde aún existe una gran riqueza de plantas medicinales. Esta es una de las pocas áreas en donde el yoco aún crece silvestre. “No podríamos explicar por qué, pero el yoco que se siembra pierde sus propiedades. Solo funciona si crece silvestre”, anota Sarmiento.
Ese santuario, a cargo de la Unidad de Parques Nacionales Naturales, es una de las primeras acciones concretas para salvar una flora que corre el peligro de desaparecer, luego de la advertencia de la OMS y la WWF para los gobiernos de crear áreas protegidas para garantizar la conservación de las plantas medicinales.
Universario Queta, quien aprendió a tomar el yoco con su padre, tiene esperanzas en que el Santuario Ingi Ande permita que el yoco pueda ser, de nuevo, uno de los sustentos de su cultura. Eso, dice, les permitiría recuperar, al menos en parte, la fe en la medicina tradicional que han perdido las nuevas generaciones.
A lado y lado de la frontera
Es viernes, once de la mañana, hace calor en La Hormiga. La música que sale de las tiendas de las esquinas anuncia el comienzo de un fin de semana de juerga en la cabecera municipal del Valle del Guamuez. Eleuterio Queta explica que de allí al Puente Internacional San Miguel, que une a Colombia con Ecuador, no hay más de media hora. Lo dice cuando le pregunto si aún existe algún espíritu de hermandad entre las comunidades Cofán de ambos países.
Entonces me cuenta que en marzo de 2009, en Lago Agrio, en Ecuador, los hermanos Cofán de allá invitaron a un grupo de hermanos de Colombia. “Fuimos varios. Fue una fiesta que duró tres días. Nos brindaron venado y cerillo, como a la carta. Al principio fue muy difícil entenderles porque ellos hablan el dialecto muy rápido, cómo le explico… Es como si ellos hablaran en línea recta y nosotros tuviéramos que dar la vuelta para decir lo mismo”, dice.
Lo único que hizo falta en este reencuentro de hermanos fue el yagé. “Allá los curas les acabaron el remedio porque decían que era cosa mala. Pero están interesados en volver a hacer la ceremonia y una parte del intercambio cultural es que nosotros los ayudemos a recuperar los conocimientos de la medicina tradicional indígena”.
Pero un segundo encuentro no ha habido. Una de las principales dificultades es el conflicto armado que se vive en la zona.
Tras el debilitamiento de los frentes del Bloque Oriental de las Farc ocurrido durante el gobierno de Álvaro Uribe, la guerrilla se concentró en las zonas de frontera. Al Putumayo llegó el Frente 48, del que se dice maneja el tráfico de drogas y armas en la zona.
Esa misma noche, el noticiero anuncia la muerte de Ronald Iriarte Jiménez, un patrullero colombiano muerto en la estación de policía de El Placer, a unos 50 kilómetros de la frontera, tras un combate con la guerrilla. El joven fue herido en la cabeza por un proyectil.
Es por eso que oímos helicópteros sobrevolando la zona, pero los habitantes de La Hormiga no parecen preocuparse. Luego de la bonanza cocalera, aquella en que hombres y mujeres, indígenas incluso, no tuvieron reparo en convertirse en raspachines para recibir a cambio $10.000 por arroba de hoja de coca- el departamento, incluido La Hormiga, se convirtió en una suerte de zona roja.
La situación ha mejorado, pero la guerra no ha terminado. Los pobladores aún comentan la muerte de un soldado ecuatoriano, ocurrida dos semanas atrás, durante un enfrentamiento con presuntos guerrilleros de las Farc. Cinco de ellos también murieron. Los periódicos registraron este suceso, ocurrido en el caserío de Puerto Mestanza, en la provincia de Sucumbíos, limítrofe con el Putumayo, como uno de los más letales que ha involucrado al ejército ecuatoriano en los últimos años.
Inmunidad indígena
De disparos, de ráfagas de plomo sí que sabe Albertino Descanse. Son los sonidos que tantas veces ha tenido que escuchar en las travesías de casi cuatro horas y media entre caminata, viaje en campero y luego en buseta o taxi, para atravesar la frontera y visitar a su hijo Lorenzo que vive en el resguardo de Santa Rosa de Guamuez, con su tío Eleuterio. Albertino es miembro de la etnia Cofán del Ecuador, en la comuna de Chandianae.
El chico de 14 años, su hijo, se vino a Colombia porque el estudio en el Ecuador, dice, era malo. “Los profesores salen a sus casas y se demoran en volver y uno se atrasa”.
Aquí, Lorenzo cursa séptimo grado. Le gustan las sociales y las matemáticas y hablar en Cofán. También le gustan el reguetón y las bachatas que ponen en la radio, y las novelas de 7 a 9 de la noche. No se pierde Protagonistas de Novela.
A su papá lo ve poco, una vez al mes, a veces dos. “Es que el viaje es largo y los soldados lo molestan en el puente”, dice. Cuenta que su padre alguna vez vio cuando a un viajero le tiraban los pollos al río. Desde entonces, le toca ahumar la carne que le trae de regalo a Lorenzo y envolverla en papel periódico y después camuflarla en un morral en medio de la ropa para que no se la quiten.
A Lorenzo le gustaría que su papá pudiera venir más seguido. También su mamá. Es de los que sueña con que tuvieran una suerte de inmunidad indígena que les pemitiera pasearse a sus anchas por ambos países, en el territorio sagrado que una vez les perteneció.
La idea puede sonar absurda. Pero no lo es para quienes escuchan a los más viejos hablar de cómo era eso de vivir en un territorio de entre seis y siete millones de hectáreas enmarcado entre las riveras de los ríos Aguarico, San Miguel, Guamuéz y Putumayo, mucho antes de que llegaran los españoles. Fue la época, dice la leyenda, en la que Dios dio origen a los Cofán. Tras preparar una chicha, ellos fueron saliendo del bosque con collares de colmillos de tigre, coronas de plumas de guacamayo, sus caras pintadas, sus cuerpos cubiertos de plantas fragantes de la naturaleza.
“Nosotros somos los que Dios llamó y somos los Cofán. Dios nos llamó para que existiéramos en este mundo cuidando lo que en él hay. Después de llamarnos nos dejó el yagé… Desde entonces los Cofán empezamos a vivir en las orillas de los ríos”.
Esa es la leyenda. Una historia que nos parece hermosa. No tanto, sin embargo, para algunos jóvenes Cofán. Esos que ya no sienten la responsabilidad de ser los guardianes de un bosque que, cuando nacieron, ya era menos de ellos. Quizás a eso se deba que ya no quieran saber de collares ni de plantas medicinales, mucho menos de yagé. “Se avergüenzan de hablar el dialecto”, dice el rector del Instituto Etnoeducativo Santa Rosa del Guamuez, Libardo Chapal. Tampoco entiende que los muchachos de hoy no quieran tomar el remedio (yagé), cuando esa ha sido la base de su cultura. Pero también admite que no ve un futuro prometedor para ellos. “Qué futuro van a tener si no tienen oportunidades. Salen del colegio y entran a prestar servicio militar o a labores de construcción o a emplearse como cocineras. No hay visión en ellos; pero tampoco apoyo del Estado. Aquí no sabemos lo que es una beca de estudio”, dice.
Arrullo del adiós
Es sábado. Cielo nublado. A orillas del río Guamuez una mujer blanca se baña y lava sus ropas mientras una estela de espuma de jabón es empujada por la corriente. Ella, quizás sin saberlo, tiene en frente suyo uno de esos paisajes que impiden cerrar los ojos.
Recuerdo entonces la voz de Vitelia, esa sabia indígena de rostro pardo, cantando en el dialecto cofán una canción de cuna para su nieto. La melodía es suave y ella apenas susurra: “Ana ha / apa no / Tomasito ana ha / apa no / opi che / ana ha / opi che / yesi o / jipa nasa e / ana ha / opi che / iñambé / ana ha….”.
Tendido sobre una pequeña hamaca, el niño suele escuchar a su abuela cantar esa canción. Una canción que lo arulla en el sopor del medio día, o a veces tarde en la noche, con la llegada de la Luna. Una canción que le advierte al pequeño que se duerma pronto, que no llore más, porque si sigue llorando el tigre va a venir. El tigre va a venir y se lo va a comer.