Un estudio de Médicos sin Fronteras muestra que el 67% de sus pacientes atendidos en el sur del país padecen alguno de estos males.

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«Sabe doctor, hace varias noches que no duermo, tengo sueños en donde veo las cabezas de mis vecinos. Veo que lloran, que suplican, que piden misericordia. Me despierto llorando. Me pongo a pensar en la finca, en mis matas de jardín, en mis gallinas, en el ganado y en los perros que se querían venir con nosotros pero que tocó espantarlos con piedras para que no nos siguieran».

Así narra Sandra Suárez*, de 50 años, la historia que vino después de que los enfrentamientos entre grupos armados la obligaran a dejar su casa en el departamento del Cauca. «Nunca había visto a mi esposo tan callado, nunca lo había visto llorar en silencio. Y qué decir de mi hijo, el muchacho ya no es el de antes. Ahora en su mirada ya no hay ternura, hay rabia, hay odio. No sé qué va a ser de nosotros ahora», continúa la mujer.

Aunque menos visibles que las heridas de bala, los efectos sicosociales de la guerra también tienen un impacto profundo en la vida de las personas. Así lo deja ver la historia de Sandra Suárez y lo confirma el informe «Salud mental, violencia y conflicto armado en el sur de Colombia», que dio a conocer este martes la organización Médicos sin Fronteras (MSF). El trabajo del organismo en Cauca, Caquetá, Putumayo y Nariño arrojó que el conflicto armado de esta región, «el más grave del país», deja en sus habitantes tantas secuelas mentales como físicas, aunque las primeras no sean ampliamente reconocidas y tratadas.


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De los 4.400 pacientes que atendieron lo sicólogos de la organización entre enero y diciembre de 2012, el 67% vivieron uno o más hechos relacionados con la violencia. Además, todos (más del 50% provenientes de los municipios de San Vicente del Caguán, Timbiquí, López de Micay y Buenavetura) tuvieron una tendencia más alta a sufrir síntomas de depresión y ansiedad o cuadros post-traumáticos.

«A pesar del profundo impacto que la violencia tiene en la población colombiana, la salud mental sigue siendo un campo poco explorado, y la respuesta de los servicios sanitarios frente a trastornos mentales es generalmente limitada o inadecuada», señala Javier Martínez, coordinador general de MSF en Colombia, y agrega que “los impactos de la violencia constituyen un problema de salud pública que vemos como una epidemia, pero que está invisibilizado”.

La investigación también muestra que más de 1.400 pacientes (el 32%) experimentaron la violencia en sus hogares. Después, en orden de su grado de incidencia, otro porcentaje importante de personas atendidas (el 30%), registraron haber sido testigos de violencia física, de un asesinato o de amenazas.

Estas personas, según la investigación, tienen una mayor probabilidad de desarrollar cuadros de ansiedad, mientras que la población expuesta a situaciones de desplazamiento o con familiares asesinados o desaparecidos tiende a desarrollar cuadros depresivos.


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Médicos sin Fronteras también aclara que atravesar eventos de violencia genera síntomas de hipervigilancia o respuestas de sobresalto exageradas, flashbacks sobre lo ocurrido, miedo excesivo, fobias y sentimientos de amenaza. Asimismo, produce problemas sexuales (disfunción eréctil, disminución del deseo sexual), irritabilidad, reducción de la unión familiar, tristeza, desesperanza, ansiedad y culpa u odio a sí mismo.

De otro lado, aquellos que han padecido la desaparición o el asesinato de un familiar tienen casi el doble de propensión a desarrollar ideas o intenciones suicidas que el resto de la población.

Olga Lucía Valencia, directora de la especialización en sicología forense de la Universidad Konrad Lorenz e investigadora en el Instituto de Estudios del Ministerio Público, reconoce que aunque sí es claro que los eventos traumáticos y violentos desencadenados por la guerra generan algunos efectos sicológicos, muchas personas (por su experiencias con víctimas en Colombia, se atreve a decir que la mayoría) generan resiliencias, o capacidades para enfrentar la tragedia.

Según dice Valencia, “si en Colombia hay un porcentaje de víctimas con estrés postraumático, éste no supera el 20%”, y añade que lo que sí es cierto es la población general ha desarrollado una paranoia y esto ha incrementado el uso de medicaciones para combatir la ansiedad”.

Falta aplicar las normas

Según Médicos sin Fronteras, pese a la existencia de la ley 1616 de Salud Mental, reglamentada en marzo de este año, aún falta un plan de acción del gobierno acorde a la evolución del contexto, que garantice el acceso a servicios de salud mental de calidad para la población afectada por la violencia, independientemente del perpetrador.

Sobre la ley, MSF explica en su informe: “los textos son poco comprensibles y difíciles de traducir a la práctica, no sólo por la deficiente asignación de recursos, sino también por falta de claridad en los procedimientos, roles y responsabilidades que crea la ley”. De otro lado, Médicos sin Fronteras expresa que el marco legal actual no obliga a las entidades prestadoras de servicios de salud a garantizar la atención sicológica clínica en los centros de primer nivel, “una condición indispensable para el acceso a la salud mental de los habitantes de las regiones más apartadas y olvidadas”.

“Estos vacíos legales repercuten en la prolongación del sufrimiento de la población, víctima del abandono institucional, sujeta además al silencio y a la invisibilización que se han venido consolidando durante los más de 50 años de violencia en Colombia”, concluye el organismo.

A su vez, la Ley de Victimas de 2011 contempla la implementación de programas de atención psicosocial y de salud integral a las víctimas del conflicto. Sin embargo, según Médicos sin Fronteras, “el tamaño y numero de los equipos interdisciplinarios contemplados en el Protocolo de Atención Psicosocial y Salud Integral a Victimas (PAPSIVI) no debería definirse únicamente en función de las victimas reconocidas, ya que esto puede ser una barrera para el acceso a los servicios de salud mental en los sitios donde existe una afectación generalizada por el conflicto y donde no todos han alcanzado reconocimiento oficial como víctimas”.

Violencia sexual: otra enfermedad silenciosa

“En el 2000, yo era apenas una niña de 15 años. Vivía con mis papás y dos hermanos en un pueblo cercano a la costa Atlántica. Pero un día, en febrero, llegaron los paramilitares, se tomaron todo el lugar y nos obligaron a ir a una cancha. A un lado, nos pusieron a las mujeres, y al otro, a los hombres. Jamás me imaginé que yo pudiera vivir un caso de esos, creí que sólo pasaba en las películas.

A algunas mujeres las asesinaron. Recuerdo a Rosa*, una vecina muy amable que fue tachada por un guerrillero de pertenecer a su bando. Entonces los paramilitares la cogieron del pelo, la halaron, la amarraron y la ahorcaron hasta dejarla sin vida, tirada. Laura*, mi amiga, tenía 18 años. A ella la balearon y la apuñalaron. Lo que más me viene a la cabeza es que torturaron a mucha gente, a amigos de nosotros que con toda seguridad nada debían.
Después de un rato, llegó un cabecilla. Me confundió con otra mujer y me dijo: “tú te mueres hoy, hoy se acaba tu vida”. Mi mamá lloraba y decía que por favor no, que no me llevaran. Pero ellos no tienen piedad y yo terminé en una casa abandonada cerca a la Iglesia. Allí había unos 40 paramilitares y el jefe dio la orden de que salieran todos, excepto tres que señaló con el dedo. “¿Tú sabes lo que te va a pasar?, me preguntaron. Y yo sabía, me iban a violar.

Entre los cuatro me golpearon por todo el cuerpo y me llevaron a una habitación. El tal comandante fue el primero que abusó de mí. Mientras tanto, los otros, que estaban encapuchados, me tenían agarrada porque yo no paraba de gritar y de llorar. Me cortaron el pelo, me humillaron, me llenaron la cara de pintura como a una payasa, acabaron con mi dignidad, acabaron con mi inocencia. Después, cuando un segundo hombre comenzó a violarme, quedé inconsciente y ya no recuerdo nada.

Lo que me mantenía con vida era la imagen de mi madre, y fue ella la que me encontró tirada, como muerta, a las 6 de la tarde. Me hubiera podido morir, me hubiera podido desangrar, pero no, Dios me hizo un milagro y acá estoy.
Después intenté quitarme la vida dos veces. Tenía muchas pesadillas y nunca, nunca en esos años, me volví a maquillar ni a poner bonita.

Dos hombres llegaron a mi vida. Los dos me dieron a mis hijos, pero se fueron cuando se dieron cuenta por lo que había pasado en el 2000. Creí que toda la vida los hombres me iban a abandonar.

Hace tres años decidí contar mi historia, pero tuve una década de silencio, de sufrir sola, de tratar de olvidar y no poder. Cuando hablé, sentí que algo salió de mí, me sentí mejor, me sentí más libre. Incluso, el ocho de marzo pasado lideré una marcha contra la violencia sexual. Los hombres y las mujeres de acá me apoyaron, yo no lo podía creer.

La violencia golpea, y golpea bien duro. Aquí hubo violaciones, torturas e hicieron con nosotros lo que a los paramilitares se les dio la gana. Sin embargo, ahora sólo quiero que se sepa la verdad y que tantas mujeres que sufren de violencia sexual sepan que la forma de liberarse y volver a ser felices es denunciar. De lo contrario, como me pasó, estarán acabando con el poquito de vida que les queda”.

El relato de Janeth Beltrán*, una mujer que vivió en carne propia la crudeza del conflicto, reconoce que en su pueblo, donde muchos murieron o se desplazaron por la acción de los grupos armados, fue difícil retornar a la alegría que caracteriza a un pueblo a unos pocos kilómetros del mar Caribe. “Muchos quedaron mal de la cabeza. Sigue habiendo gente muy triste y muchos cayeron en lo vicios pensando que así podían olvidar”, cuenta.

Al respecto, el informe de Médicos sin Fronteras expone que , en los casos de violencia sexual que se dan en el marco del conflicto armado, la situación para las víctimas es todavía más grave, ya que se dificulta el acceso de los sobrevivientes a la atención sanitaria y contribuye a la invisibilización del problema.

Adicionalmente, el organismo dice que “el uso de la violencia sexual por parte de los grupos armados, principalmente contra mujeres y niñas, es una práctica generalizada y sistemática a la que recurren todas las partes del conflicto en Colombia”.

De los pacientes atendidos por MSF entre enero y diciembre del 2012, un 7% dijo haber sufrido violencia sexual. Entre los factores de riesgo está la pérdida o destrucción de la propiedad, la retención, el secuestro y el reclutamiento forzado, la encarcelación o detención arbitraria y la trata de personas. Aun cuando en los registros de las consultas realizadas surgen otros factores de riesgo (como condiciones médicas, separación o pérdida, desastres naturales o accidentes), aquellos asociados a la violencia son los que presentan mayores porcentajes de incidencia.

Por su parte, Carolina Morales, sicóloga de la Corporación Sisma Mujer, se refiere a la violencia sexual en el conflicto armado como una forma de profundizar la discriminación contra las mujeres: “en muchos contextos, las mujeres se encuentran con una comunidad que les dice que una violación no es grave, que hagan de cuenta que eso no pasó o que por ser amantes de un grupo contrario, entonces tienen la culpa”. Estas mujeres, según Morales,
se hacen muy vulnerables a que en su vida diaria se repitan patrones de violencia y tienden a construir relaciones de pareja desde el maltrato que se vuelve un factor de riesgo para sus hijos.

*Por seguridad, esta mujer quiso modificar su nombre y el lugar donde se generaron los hechos de violencia.

Por: Mariana Escobar Roldán
Fuente : http://www.elespectador.com/noticias/actualidad/vivir/articulo-430040-los-enfermos-invisibles-del-conflicto


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