A orillas del Rumiyaco

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Limpio, salvaje y esmeraldino. Epicentro de los paseos de olla de las familias mocoenses.
Limpio, salvaje y esmeraldino. Epicentro de los paseos de olla de las familias mocoenses.
HojaBlanca
 
¿Qué hacer para que tomen más conciencia y menos aguardiente del Putumayo? Ni idea.

– Es curioso que siendo mujer y extranjera te le midas a viajar sola y a dedo por un país tan famoso por sus peligros…

– ¿Entonces tengo que ser un hombre colombiano para que no os sorprendáis de que viaje sola y a dedo por aquí? ¡Joder, qué facha!

– No, hablo con base en mis vivencias. Varias amigas – en realidad dos o tres – me han dicho que les encantaría viajar solas por Colombia, pero les da mucho miedo que las violen, las maten o las secuestren. Y menos serían capaces de parar un carro desconocido en carretera.

– Siempre con el cuento de “como soy mujer estoy expuesta a más riesgos”. ¡Basura! Solo es querer hacerlo.


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Percibo el acento de esta indignada con “el jodido sistema capitalista” y feminista autodeclarada más gruñón que el de algunos españoles que he escuchado antes. Ni el río frente al que estamos sentados logra calmarla.

Idoya es oriunda de Navarra pero estudió psicología en la Autónoma de Madrid. Se especializó en psicomotricidad y hasta hace un año trabajó en una fundación que ayuda a personas autistas. Pero se cansó de la monotonía cosificadora de la urbe y decidió dedicar más tiempo a ella misma. Empezó su viaje en Medellín y planea visitar todos los países de Suramérica sin importarle cuánto tiempo demorará.

Hablamos por primera vez en una zona de camping en San Agustín. Como ambos íbamos para el Putumayo, llegamos juntos al río Rumiyaco, a tres kilómetros de Mocoa, vía Pasto. Idoya es buen rollo, como ella dice cuando alguien le cae bien. Aunque se irrita fácilmente, también ríe con frecuencia. Intercambiamos anécdotas, ideas, disparates y lo que leemos con interés y amistosa afinidad. Otras veces nos quedamos callados y resultan silencios poco incómodos.

Tiene capul corto adelante y pelo medio enmarañado atrás. Sus cejas tienen el tono brusco de sus críticas. Contrasta con la ternura de sus cachetes, bombachos como el pantalón que lleva. Una edición de Mafalda a la española y saliendo de la adolescencia.


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Basta dormir a su lado una noche en carpa para dar testimonio de la transformación axilar de Idoya a Hedoya. “Tiene chucha”, decimos en Colombia, aunque en este caso parece que la chucha la tiene a ella.

Le gusta más sentarse frente al río que en las sillas plásticas de una tienda. Prefiere hacer música con guitarra y yembé que prender un reproductor. No me ha dicho lo uno ni lo otro literalmente pero, parce, uno lo nota. No se complica para comer ni para hospedarse. Trata de gastar la menor cantidad de dinero posible. No tiene impulsos como pagar por un raspao con arequipe que se le antoja en la calle, como su compañero de viaje. Doma la leona, felina ecuatoriana equiparable a la monchis colombiana. No es que sea amarrada. Planea a largo plazo, pues vendiendo artesanías viaja con el dinero que necesita. No le interesa darse lujos o ‘gusticos’. Además ¿Qué lujo supera despertar con el pasto de colchón y el cielo como techo, rodeado de viejos árboles silvestres más animados que una pared, a pocos pasos del río Rumiyaco, idiófono que suena con bella fuerza entre rocas, acompañado por gallos y aves voladoras que prenden su jam de cantos al amanecer?

– ¿Qué, un porrito?

– Yo ya estoy flipando con este río, Sebashtian, pero no me niego.

Después de estar sentados un rato sobre las rocas a orillas del Rumiyaco nos pusimos a nadar a favor de la corriente. ¡Qué agua tan fría! Pero refresca y aviva. Su color es verde, azul y resplandeciente. Jugo de esmeralda que nace en la cordillera central y llega limpio y bebible hasta el piedemonte. Aluvión que pasando libre sobre rocas oscuras seduce al contemplador.

En algunos pedazos del recorrido por el Rumiyaco no podíamos nadar por la potencia de la corriente. Había que usar las cuatro extremidades como un mico y colgarse de las rocas. A medida que avanzábamos, se oscurecía porque el bosque se hacía más espeso y los árboles, más altos. Son enormes. Algunos tienen los troncos forrados de otras especies de plantas que brotaron de su piel. Se respira un aire recóndito y distante de lo humano.

El Putumayo es una puerta a la jungla. Su vegetación parece un híbrido entre el Macizo colombiano y la selva amazónica. Tan montañoso y tranquilo, como salvajemente diverso y misterioso. Hace calor y en estos meses de fin de año llueve al menos una vez al día. Abundan los ríos, la mayoría de agua limpia. Rumiyaco, Hornoyaco, Mandiyaco, Caliyaco y la quebrada Dantayaco, son algunos. Yaco significa agua en la lengua de los Kamentsa Biyá, pueblo indígena que habita en cabildos ubicados al noroccidente del Putumayo y al oriente de Nariño.

Idoya y yo llegamos a un hostal frente al Rumiyaco por recomendación de la dueña del terreno donde acampamos en San Agustín. ¿Diecisiete mil por persona la noche en la habitación? ¡Ni por el putas! ¿Siete mil cada uno por poner la carpa? No sé de dónde, pero el suizo que administra la “Casa del río” nos vio cara de paisanos suyos. Con catorce mil podemos desayunar y almorzar, pero tampoco aceptó que le dejáramos el equipaje mientras acampábamos gratis en la orilla.

Al lado del hostal hay una casa de madera con dos pisos. El primero es una ‘restaurantienda’ y en el segundo duermen los dueños: Gerardo y su esposa, con hija e hijo, adolescentes ambos. Con la colaboración de unos primos, construyeron la casa hace cinco años. Viven con dos perros, dos gallos y como diez gallinas.

Le preguntamos a Gerardo si podíamos dejar el equipaje en su casa para dormir al lado del río sin riesgo de un atraco y no vaciló para abrirnos las puertas. Junto con su hijo, nos ayudaron a poner las maletas, la guitarra y el yembé en la cocina. Pero Idoya se indignó, para variar, porque nunca le ofrecieron el baño. ¿Para qué cagar en el agua si estamos en la cuasiselva, donde la mierda y la orina alimentan la tierra en lugar de engendrar aguas negras? Hasta cagar en el patio de la casa es más sano para el planeta que hacerlo en el retrete. Pero es tan globalizado llenar el agua de mierda que hasta una crítica asidua del capitalismo se raya porque nadie tuvo la ‘decencia’ de prestarle el baño. Ay, la costumbre. No es ni siquiera un tema que le interese discutir al congreso. ¿Cuántas empresas se irían de culo si se sentenciara que ya no podrá usarse el agua para defecar y orinar? La gracia es generar empleo. Eso de respetar los ciclos de los elementos es cosa del pasado.

Tampoco nos ofrecieron agua para tomar. Hubiera sido el colmo, con un río limpio tan cerca. Carmen, la esposa de Gerardo, saca agua del Rumiyaco para lavar la ropa. Conversábamos frecuentemente con los cuatro. Jamás se molestaron porque entrábamos y salíamos de la cocina como perro por su casa para sacar algo de la maleta. Siempre cordiales y se negaron a recibir algún pago por su hospitalidad. Solo nos cobraron las cervezas.

– ¡Muchachos! ¿quieren sancocho?

Una mujer repuestica nos llamó desde la barbacoa con techo que había frente a la casa de Gerardo y familia. El quiosco que ayer nos sirvió de escampadero y para colgar ropa, hoy lo ocupan dos familias numerosas. Cada grupo está sentado cerca de la parrilla que usan, mientras se calienta su respectiva ollada de la tradicional sopa.

Idoya y yo salimos del agua y subimos al quiosco. La mujer pasó un plato de sancocho a cada uno. Sin gallina. Solo papa, yuca y plátano, pues eran las últimas cucharadas que quedaban en la olla. Terminamos llenos y muy agradecidos con la familia que nos alimentó.

Cuenta Gerardo que todos los fines de semana vienen al Rumiyaco familias de paseo de olla, un plan tan colombiano como la pizza con borde relleno de bocadillo. Pícnic mis pelotas. Otros vienen a bañarse, sin comida ni trago, y el hambre los termina haciendo clientes de don Gerardo.

Sábado y domingo también son los días cuando llega la basura. Dejan en el pasto y la arena que bordea el río cajas de icopor, de aguardiente, de cigarrillos, vasos plásticos, latas, botellas, entre otros residuos. Gerardo, Carmen e hijos recogen algunos, pero al siguiente fin de semana vuelve y juega. ¿Qué hacer para que tomen más conciencia y menos aguardiente Del Putumayo ? Ni idea.

Ti@s y prim@s mayores beben cerveza y guaro local en las bancas de madera, mientras l@s prim@s menores juegan a cruzar el río a lo ancho, nadando. Gana el que menos sea arrastrado por la corriente, pues nadie pasa derecho al otro lado, sin que semejante fuerza lo desvíe unos cuantos pasos a favor de ella. De todos modos, la línea recta es imaginaria.

– Mañana podemos ir a Mocoa y comprar comida. Hay que aprovechar la parrilla.

– Sí. También voy a ver si allá consigo vender unas pulseras.

Próxima parada: Locoa, como dijo con orgullo hace un rato una de las primas mayores.


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