Viaje fluvial en el Ciudad de Neiva

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Barco a Vapor. Foto : BanRep

Por: Ricardo Bada – ElEspectador

Hace poco les conté a mis amigos que el 14 de febrero del 63 llegué a Alemania, hace cincuenta años, y que mi primer descubrimiento fue el del río Rhin (que siempre escribiré con h, porque si no lo hiciera me parecería que al Río Padre lo hubiesen vasectomizado). Y uno de mis amigos, Jaime Horta, desde Barranquilla, me escribió para decirme que también él tenía sus ríos, y me lo documentó con el envío del relato de un viaje suyo, a la edad de cinco años, por el Putumayo, un capítulo de un libro suyo inédito, Historias y Ficciones. Como soy amigo de compartir las gratas lecturas que el azar me depara, le pedí permiso para publicarlo en mi blog, generosamente me lo concedió, y acá lo tienen ustedes:

«El Ciudad de Neiva desafiaba y recorría los grandes ríos del sur de Colombia. Se adentraba en el Amazonas, soberbio e inexplorado, y remontaba el Putumayo, extenso e indómito, con su ronca sirena, su enorme chimenea y su larga estela de espuma.

Era un viejo vapor de paletas, sobreviviente del Mississippi, aclimatado en el trópico y expuesto a las tormentas apocalípticas que periódicamente sacan los ríos de su cauce hasta formar uno solo. Entonces se gradúan de mar mediterráneo.

Era chistoso verlo alimentar sus calderas con leña. Literalmente comía madera como un comején de dos pisos. En los bordes del largo planchón tenía sus reservas de provisiones, al aire libre, como una lonchera transparente. Esa misma leña que hacía rugir sus motores era utilizada por los indios en las orillas para preparar sus comidas.


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En las noches había que parar el barco y amarrarlo a un grueso árbol a salvo de las crecientes tropicales y de los troncos errantes que constituían el mayor riesgo para la navegación. Las primeras estrellas en forma de cocuyos y luciérnagas se colocaban al alcance de la mano. Entonces los tripulantes convocaban a una pesca fantástica y al término de la faena apagaban los motores y el barco se confundía con la selva.

En las orillas, a intervalos, delegaciones de antiguas naciones indígenas ofrecen frutas exquisitas con sabores y olores desconocidos. Marañones, chontaduros, arazá, uvas caimaronas. Tiernos y generosos los indios comparten sus carnes salvajes y filetes de pescado con los arriesgados viajeros. En otras épocas, incluso recientes, podían ser parte del menú porque muchas eran tribus antropófagas. Después, en la escuela, compartí el pupitre con muchachos que todavía llevaban el sabor de la carne humana en el paladar y narraban historias verídicas de cacerías de blancos (“El pie asado es la presa más sabrosa”, admitió alguno).

Todas son delicatessens… gamitanas ahumadas abiertas por el lomo y preparadas enteras decoran sus perchas y se combinan con fariña, un acompañante de yuca amarga deshidratada y pulverizada… filetes de pirarucú, bagre, anguilas eléctricas..

El pirarucú es un bello ejemplar que ha evolucionado muy poco, alcanza varios metros de largo y exhibe una única aleta que le da la vuelta como un manto primitivo. El temblón es una batería viva que a primera vista puede confundirse con una serpiente. Es fácil encontrarlos en las desembocaduras de las quebradas. Tiene exquisitas carnes blancas y rojas. Desde la altura de la cubierta se lo ve patrullando las aguas en manada y consciente de su poder. Los delfines o bufeos juegan a las escondidas con los niños de todas las edades.


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El Ciudad de Neiva cubría la ruta Leticia-Puerto Leguízamo y al llegar a este último pueblo surgía de una curva vertical como si emergiera del fondo del Río. Los niños que esperan en el puerto comprueban por cuenta propia la curvatura de la Tierra, antes de las pruebas de laboratorio y los telescopios espaciales. De cerca parece un juguete para un niño gigante.

El Ciudad de Neiva también era el símbolo de la modernidad porque en sus bodegas llegaban las bebidas gaseosas y las cervezas del centro de Colombia, las galletas griegas, el jabón de olor, las nueces del Brasil, las sardinas portuguesas y el perfume de rosas en galones.

En ese barquito viajamos durante 23 días de Leticia a Puerto Leguízamo cuando tenía 5 años, de regreso de un exilio voluntario precipitado por la violencia política. Es lo que llaman ahora el desplazamiento forzado. En una de las escalas técnicas papá se compró un toro y quedamos de volver a recogerlo. Papá se enamoraba de todo. Durante muchos años conservamos su fotografía. Era el primer toro que veía en la vida: magnífico y manso, levantaba la cabeza cuando le acariciaban la papada y exhibía un morrillo de exposición en blanco y negro.

El barco era uno de mis primeros recuerdos permanentes. Creía que ese paseo había sido el último viaje. Muchas veces hice proyectos de repetir esa travesía. Nunca se pudo.

Volví a navegar en el Ciudad de Neiva cuando menos lo pensaba, durante mi tránsito burocrático por la Superintendencia de Sociedades en la administración del profesor Darío Laguado. Un día tropecé en el depósito del archivo con el paquete de la liquidación de la empresa Navenal y ahí estaba el Ciudad de Neiva, inmovilizado, en una caja de cartón, lleno de polvo, con un arrumen de papeles encima.

Ahora el viejo barco está anclado en mi oficina de abogado, como si fuera otro diploma, protegido por un vidrio a prueba de todo pero listo a reanudar el viaje. De vez en cuando, con las calderas a todo vapor, se activan sus hermosas paletas, como una batidora prehistórica, sale un chorro de humo invisible por la chimenea, truena su ronca sirena y navegamos de nuevo por los ríos de la Tierra».

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