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Por Daniel Samper Ospina.
Es momento de afeitarse, meterse la camisa y no satanizar más a los políticos tradicionales. Al revés, hay que trabajar con todos los caciques, como hace Juan Manuel.
Salí de la depresión electoral el mismo día de las elecciones, cuando me puse a ver la celebración que organizó la campaña santista en el Coliseo El Campín. Esta es mi Colombia, mi gente linda, pensaba, mientras veía a Carlos Calero, ‘Mr. Ricostilla’, ambientando la llegada del candidato, e irrumpían en el escenario unas porristas en cuyas cinturas estaba la prueba reina de que la campaña sí repartió tamales.
Debo reconocer que me emocioné cuando ascendieron a la tarima Juan Manuel y Angelino con sus respectivas familias. El momento tenía algo de ceremonia de coronación, y por un instante pensé que Juan Manuel desfilaría en traje de fantasía. Pero no: solo Angelino apareció en vestido de gala. Pero porque todos los vestidos de Angelino son de gala.
Me pareció un show fascinante de principio a fin, aun en sus detalles menos importantes. Los hijos de Santos, por ejemplo, llevaban unos balones de fútbol bajo el brazo. Sé que este es un bonito momento de unidad, poco propicio para las críticas, pero me parece que si ya estaban subiendo pelotas al escenario, han debido invitar a Simón Gaviria a la tarima. Era lo mínimo. Se lo merecía.
Es justo señalar que, contra todas mis prevenciones, el presidente Santos estuvo bastante bien. Primero que todo, lucía muy bien puesto: con la laca muy bien aplicada. Y a veces elevaba la voz con gran emoción, y a mí me gusta cuando grita, porque gaguea menos. Y aunque yo habría invitado a Noemí para que dijera unas palabras, porque en estas cosas siempre debería haber un espacio para el humor, me pareció que todo lo que dijo el Presidente electo era sensato. Habló de los tres bueyes de su gobierno, mientras increíblemente la cámara tomaba a los tres miembros de la familia Garzón. Le dijo Angelina a la hija de Angelino. Y advirtió que quería trabajar con las bases del Partido Liberal, con las bases del Partido Conservador y con las bases de Max Factor, como se puede notar en sus ojos.
El hecho es que cuando en las imágenes aparecían ‘el Pincher’ Arias, Piedad Zuccardi, Rodrigo Rivera y tanta gente admirable que celebraba entre el público, me invadió una envidia general. Muero por hacer parte de todos ellos, pensé. La modita esa de la ola verde ya pasó y solo tuvo éxito en Putumayo. Y ya estoy harto de mi look de primivotante. Es momento de afeitarse, meterse la camisa en los pantalones, desconectarse de Internet, volver a decir amigo en lugar de ‘parcero’ y no satanizar más a los políticos tradicionales de Colombia. Ni que estuviéramos en el subdesarrollo por culpa de ellos.
Al revés: hay que trabajar con los caciques de todos los partidos, como hace Juan Manuel. Pero para poder entrar en ese circuito es fundamental que alguno de ellos le abra las puertas a uno. Y el único político que es amigo mío es Javier Cáceres.
Siempre he dicho que para que este país funcione es
fundamental no dejar que vayan cachacos al Festival Vallenato y prohibir el ingreso de costeños al Gun Club, salvo que se trate de él, de Javier Cáceres, que brilla por su elegancia. Cada una de sus guayaberas tiene estampada unas palmeras del tamaño de ‘Pachito’ Santos. Pero al menos es alegre y entraría al club cargando en el hombro una grabadora con vallenatos a todo volumen. ¡Ay!, pienso cuando tengo un problema: tengo estas deudas, me salió este tumor, pero al menos no soy vecino de Cáceres. ¿Cómo será ser vecino suyo? ¿Cómo será verlo lavar el carro los domingos en shorts y esqueleto, tratar de dormir cuando hace una fiesta, ponerse nervioso cada vez que entra a la casa a pedir azúcar? Hagan lo mismo, queridos amigos. Cuando tengan un problema, acuérdense de que no son vecinos de Javier Cáceres y sonrían. Y oren por quienes sí lo son, que merecen toda nuestra piedad.
Lo invité, pues, a un restaurante, pero antes de pedirle consejo le expuse mis dudas sobre la unidad nacional.
-No seaj pendejo -me gritó-. Si hajta Petro se ejtá subiendo al bú.
-¿Pero será que este gobierno sí le va a ayudar a la gente?
-¡Claro! Y máj si erej político.
-No, yo hablo del colombiano de a pie.
-¿De Navarro? ¡Claro, compa! ¡Acá hay pa’ todos!
Cuando trajeron la cuenta se hizo el bobo. Me dispuse a pagar, pero no sabía cuánto dejar de propina.
– ¿Estará bien el diez por ciento? -le consulté.
– No, no. Dame más, dame más -me respondió.
Atendiendo sus instrucciones, me fui a hacer fila en Corferias: allá estaba instalada la organización de Santos para pagar favores a los políticos que lo ayudaron a subir. Armandito Benedetti tenía brazalete de organizador, y con un megáfono iba dándonos indicaciones:
– Hágasen en orden, no se colen. Liberales, pabellón cuatro; conservadores, cinco; Pin, ocho.
Alcancé a ver a Rafael Pardo, humilde, haciendo fila con el plato en la mano, al lado de otros candidatos que en los últimos debates presidenciales no pararon de recriminarle a Santos su cercanía con algunos políticos corruptos. Y no me habría deprimido tanto si al final no hubiera visto a Carlos Calero: estaba escondido en una esquina y se atragantaba con unos tamales que iba sacando de una bolsa que decía: «Favor, mandar al Putumayo».