Mambear para sanar el territorio

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La comunidad indígena huitoto de Aguas Negras en asamblea con las autoridades ancestrales. / Fotos Gustavo Torrijos – El Espectador

En las orillas del río Putumayo está renaciendo el pueblo indígena murui muina. En medio de la vegetación selvática y las aguas tranquilas, los indígenas están volviendo a componer el resguardo de Aguas Negras, aquel nombre que los definía como comunidad antes de la llegada del narcotráfico y las Farc. Hoy, ellos mismos quieren rescatar sus tradiciones ancestrales y su vínculo con la tierra a través de su medicina sagrada, hecha a base de la hoja de coca y el tabaco.

Retornar, para ellos, no sólo significa recuperar el territorio, sino sanar las heridas que las balas, las muertes y las amenazas les provocaron. También significa honrar la memoria de los abuelos, máximas autoridades del pueblo, que perdieron en medio de la guerra y que dejaron el vacío en la preservación de su cosmogonía. Por eso, como preludio para establecerse de nuevo como la comunidad de Aguas Negras, hicieron una ceremonia de memoria histórica para recordar, sanar y volver a conectarse espiritualmente con el territorio.

Los muruis -también conocidos como huitotos- se autorreconocen como hijos de la coca, el tabaco y la yuca dulce. A partir de estas plantas hacen el mambe y el ambil. El primero es un polvo de color verde que queda de la mezcla de la hoja de coca tostada y la ceniza de la hoja de yarumo. El segundo es un líquido viscoso, oscuro y amargo, hecho a partir de tabaco y sal de monte. Y la yuca cumple la función de endulzar el ritual, porque queda convertida en caguana, una bebida que se comparte en medio de la danza y que es mezclada con el zumo de la piña y la panela.

Conectarse de nuevo con su tierra


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“Uno chupa ambil y mambea y entra a la espiritualidad. Ese espíritu entra en el cuerpo de la persona y le da la sabiduría para las narraciones, para cantos, para curaciones, para el rechazo de malos espíritus y para las defensas de uno mismo. Cuando uno invoca, en ese momento llega la inspiración y la concentración, por eso nosotros le tenemos tanto respeto”, describe el abuelo Braulio, antes de comenzar el ritual. “Hoy vamos a mambear por la abuela Nidia, a quien tenemos que sepultarle el espíritu para que no le llegue al resto de la comunidad por medio de sueños y no les dé tristeza. Luego haremos el saneamiento y la purificación del territorio para que esta comunidad no tenga miedo”, sigue explicando el hombre de 70 años, pero apenas se le entiende. Su cachete derecho envuelve la bola en la que se convirtió el mambe y así habla, y así se fuma sus cigarrillos Boston, que los acompañan a él y a todos los hombres muruis durante todo el ritual.

Mambear, para estos pueblos, significa “sentar la palabra”. Los indígenas forman un círculo grande de manera que todos se vean, y de forma muy ceremoniosa y pausada se sientan a hablar y a escuchar al otro. Se agradece a los ancestros y a dioses por los favores concedidos y, entonces, comienza el diálogo sobre lo que esté afectando a la comunidad. En el caso de Aguas Negras, las palabras giraban en torno a su deseo de volver al territorio que por años les ha pertenecido y el que ahora les significa dolor y malos recuerdos.

Sólo se puede llegar al resguardo después de un viaje en lancha de cuatro horas desde Puerto Leguízamo. Aguas Negras prácticamente queda al borde de Colombia, donde no llega la energía ni hay agua potable -a pesar de vivir sobre el río- y mucho menos llega la señal de celular. Aun así, ese día de noviembre, cerca de 50 personas llegaron al caserío desde el mediodía. La abuela Ernestina, una mujer de 72 años, de estatura baja, cabello largo y tez morena desde temprano se encargó de todos los preparativos para el almuerzo y la bebida para el ritual. Junto con las demás abuelas y mujeres muruis prepararon la cachama, el casabe o pan de yuca, el casarame -un ají negro a base de yuca brava- y los envueltos de yuca. Los hombres, mientras tanto, improvisaban una maloca en medio de la cancha de fútbol y acomodaban los troncos que hacían las veces de sillas.

El ritual comenzó en la noche. Sólo una luz en medio del horizonte profundo y oscuro del río se veía encendida: un bombillo prendido con el motor de una lancha. Todos se sentaron allí, hasta los más pequeños, para escuchar a los cuatro abuelos presentes. Todos también tenían que mambear. Dejaban una pequeña gota de ambil en la boca y en seguida ponían el polvo de coca debajo de su lengua. La saliva se encarga de convertirla en pasta y cuando se puede dominar se pasa a un lado de la boca para poder hablar. Así la tienen hasta que ella misma se disuelve. Nos decían que eso nos daba más concentración y sabiduría al hablar, nos quitaba el hambre y nos restauraba el ánimo.


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La ceremonia comenzó con una oración para bendecir la tierra, sus habitantes y el espíritu de la abuela Nidia. Hace cinco años ella murió en medio de los enfrentamientos entre las Farc y el Ejército.

Todos recibieron una bolita de ambil mezclada con sal de monte para armonizar sus energías y, después de escuchar algunas voces, comenzaron los bailes. Los hombres agarraron hojas de árboles cercanos, se hicieron en fila y comenzaron a cantar. Después se sumaron las mujeres para combinar sus voces. En medio de cada baile tomaban un vaso de caguana. Así siguieron hasta las cuatro de la mañana los que quisieron.

La ceremonia ayudó a limpiar la sangre y a ahuyentar los fantasmas que lleva el territorio, como lo dijo el abuelo Braulio. Reconectó a los indígenas que un día salieron huyendo de ahí y les enseñó a los más pequeños la lengua murui, los bailes tradicionales y la cosmogonía de su pueblo.

La historia se repite

El pueblo murui muina ha tenido que vivir dos desplazamientos forzados y la guerra los ha perseguido. El primer desplazamiento fue a comienzos del siglo pasado, por el genocidio de cerca de 80.000 a 100.000 indígenas por la Casa Arana en las caucherías del Amazonas. Algunos tuvieron que huir de las tierras que tenían en el Triángulo Amazónico y dispersarse. En 1932, la guerra entre Colombia y Perú también afectó su autonomía considerablemente y algunos indígenas se vieron obligados a explotar el caucho nuevamente.

Desde 1980 aproximadamente se constituyó el resguardo de Aguas Negras en la jurisdicción de la Inspección de la Nueva Paya y quedaron con un terreno de 2.858 hectáreas, ratificado en 1994. Según el gobernador saliente de esta comunidad, Alfredo Caimito, actualmente el resguardo lo componen 42 familias, 169 personas, pero sólo han retornado 17 familias al territorio.

El segundo desplazamiento vino por parte de las Farc en 2012. “Ese año se desplazaron siete familias y así paulatinamente se iban yendo hasta 2015, que fue cuando los últimos se fueron, pero otros comenzamos a retornar. Yo me había desplazado en 2009 porque la guerrilla pasaba de arriba abajo por el río y nos daba mucho miedo. Volví el 14 de mayo de 2015 y fui elegido gobernador”, asegura Alfredo.

“Empezamos a retornar, pero nosotros no sabíamos que el Gobierno tenía que darnos unas garantías de seguridad para volver y todavía hay temor. Conforme llegaron diez familias, este año se han ido cuatro por este miedo. El territorio todavía sigue minado”, agrega Alfredo.

Se presume que hay minas en media hectárea del terreno. La zona ya está identificada y delimitada por la comunidad. Sin embargo, ninguna institución estatal de desminado los ha apoyado para su destrucción. Aunque uno de los derechos vitales que deben tener las comunidades indígenas y desplazadas para retornar a su territorio son las garantías de seguridad (que no haya presencia de actores armados, minas antipersonales o que los cultivos ilícitos presentes en el terreno no signifiquen un riesgo para la comunidad, por ejemplo), no han tenido acompañamiento de las administraciones regional y nacional para crear un plan de retorno que evalúe estas garantías y les permita volver con plena confianza.

“No hay compromiso real por parte de instituciones competentes como la Unidad de Víctimas y la Defensoría del Pueblo. Con la Unidad de Víctimas estamos preocupados porque no hay recursos económicos ni recursos humanos -no hay un comité étnico, por ejemplo- que pueda apoyarnos en la construcción de planes de retorno y ubicación. Con la Defensoría estamos también preocupados con este último mensaje de que cancelan la toma de declaración colectiva para los pueblos indígenas. Es preocupante porque dentro de los 15 pueblos indígenas de Putumayo, no todos han hecho esta declaración”, denuncia José Homero Mutumbajoy, coordinador del área de Derechos Humanos de la Organización Zonal Indígena de Putumayo (OZIP).

Ha sido esta institución, junto con la Asociación de Cabildos Indígenas de Leguízamo y Alto Resguardo Predio Putumayo (Acilap) y la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) las únicas entidades que han acompañado este proceso desde los primeros retornos.

Ahora también tienen el respaldo de la Alcaldía de Puerto Leguízamo. El alcalde encargado, Claudio Arturo Sánchez, también es indígena del pueblo murui y por eso se ha puesto a disposición de colaborarle a su comunidad. “Debe existir un concepto por parte de las Fuerzas Militares y estamos a la espera de ver si ese resultado es favorable o desfavorable”, resalta Claudio.

Sin embargo, lo que tiene detenido el concepto de garantías de seguridad vuelve a ser el tema de las minas antipersonales. A pesar de que la misma comunidad, en cabeza de estas tres organizaciones, ha hablado con el Ejército y otras entidades que apoyan el desminado, no han tenido respuesta. Mientras tanto, los indígenas siguen retornando porque ven que es hora de volver a sus tradiciones para no perderlas, pero sienten que hay gran despreocupación de su situación por parte del Gobierno.

Reconciliación entre la comunidad

El desplazamiento resquebrajó el tejido social de la comunidad de Aguas Negras. La mayoría se fue y unas pocas familias se quedaron allí con el riesgo del conflicto armado. Eso provocó resentimientos entre las mismas familias que ahora, y a través de sus ceremonias con el mambe, su comida y sus danzas tradicionales, están intentando restaurar la confianza entre ellas mismas.

Este es el primero paso. Ya hicieron un proceso para sanar el territorio, pero ahora viene el de reconciliación entre la comunidad. Para eso están uniendo esfuerzos, asesorados por el Acnur, para construir la típica maloca de palo y paja en su resguardo y poder celebrar allí sus rituales y bailes sagrados.

Como resalta Andry, la ruta no debe ser sólo institucional. No es darles el terreno y se acabó. El Gobierno y las demás organizaciones deben impulsar y preservar los usos y costumbres de los pueblos indígenas, y más en un país como Colombia, donde el conflicto armado ha roto el sentido colectivo de estos pueblos.

Por : Carolina Ávila – @lacaroa08

Fuente : ElEspectador


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