La cuadra del medio

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Yo soy de la “cuadra del medio” en el barrio Los Chíparos de Puerto Asís, el pueblo donde nací y pasé mi infancia. Llegamos allí cuando yo tenía 5 o 6 años, tras la separación de mis padres. Por este motivo dejamos de vivir en el Centro y pasamos a ocupar una de las casas en la naciente urbanización; ésta fue construida a través de un programa del Inurbe[1] donde la Calle 11 encuentra su final, de allí hacia el occidente siguen potreros que son las lindes del barrio de 3 cuadras.

Al igual que nosotros, todos los habitantes del barrio estrenaron casa (con servicio de energía, recolección de basuras y aljibe), luego el parque infantil y la cancha deportiva. El parque quedó en nuestra cuadra, una casa más allá de la nuestra. Éste se convirtió en el lugar de encuentro por excelencia para todos los niños del vecindario, siendo privilegiados nosotros, los de la calle del medio. Éramos muchos niños, de diferentes edades, parecía que había al menos uno por cada casa. Mi hermano menor y yo pasábamos todas las tardes posibles jugando con los vecinos a lo largo de la calle y él, aún más temerario, se perdía de vez en cuando entre el espesor del monte que nos rodeaba y horas más tarde aparecía con matas, palos o bonitas flores que encontraba en su recorrido y, a costa de verlo sucio, enlodado o maloliente, mi mamá le recibía con gratitud y amor todos los obsequios de su mano.

Recuerdo la época en que se decidió pavimentar las calles del barrio; por supuesto todos los vecinos aportaron para su ejecución en el pedazo que les correspondía desde el andén de su casa hasta la mitad de la calle y así poco a poco se fue llenando la vía de concreto. Luego, las condiciones de juego cambiaron: caerse dolía más, respirar era más fácil mientras corría porque ya no se levantaba tanto polvo, pero ahora el calor era intenso y agotador; el sol se reflejaba en el pavimento blanco y hasta las casas se inundaban del bochorno que un techo sin cielo raso no menguaba.


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Con el cambio de superficie vino también el cambio de algunos elementos de juego: cuando todos nos familiarizamos con los patines y logramos obtenerlos tras mucho pedírselo a nuestros padres, la calle se convirtió en nuestra pista de patinaje, inclusive, nos uníamos con los de las otras dos cuadras para formar una bandada de patinadores y realizar las respectivas competencias. Una vez, nos reunimos en mi cuadra todos los niños del barrio que teníamos patines y un vecino, con edad “suficiente” para manejar, tomó la moto de su casa y dirigió, lo que era nuestra idea más ambiciosa y entretenida: hacer una fila de patinadores, agarrados unos de otros, que fuera arrastrada por la moto, la cual poco a poco iría aumentando su velocidad y los valientes participantes tendrían el compromiso de sostenerse lo más fuerte que pudieran para no dañar el majestuoso gusano que formábamos. Así fue, alrededor de 20 niños nos pegamos a la cola, el primero se agarró de la parrilla de la moto y Diego, el conductor, empezó a manejar lentamente. Fue muy divertido. Como se había acordado, más tarde la velocidad se aumentó y las manos en la cintura del otro se empezaron a aflojar, resistimos, resistimos, hasta que la segunda persona de la fila se soltó y todos fuimos cayendo como fichas de dominó. Los suertudos como yo caímos encima de alguien más y los desafortunados como el que me recibió sufrieron dolorosas consecuencias, desde raspones hasta lesiones de ligamentos. Desde ese día en adelante, los patines dejaron de ser la fiebre del barrio y en las calles no se volvió a ver a más de tres niños juntos patinando.

La calle de mi cuadra era, en realidad, grande, lo suficientemente extensa para albergar todos nuestros juegos de infancia: la lleva, congelado, yermis[2], carreras, escondite, ponchado, el corazón de la piña, etc. Teníamos la fortuna de vivir en un lugar alejado del centro, así que no sufríamos por el tránsito de vehículos o el paso constante de extraños por nuestras calles. Las puertas permanecían abiertas y mi casa era tal vez una de las más frecuentadas, ya que mi mamá era de aquella lógica maternal en la que prefieren que todos vengan a su casa a que usted permanezca en la de otros. De todas formas, nos debieron haber educado muy bien, porque las entradas de las casas eran límites sumamente respetados y, en general, solo tocábamos las puertas cuando nos asomábamos a preguntar si Keirys y Miguel, Vanessa, Jhon, Diana, Cristian o Iván, podían salir a jugar, eso era, salir a la calle de la cuadra, al espacio confortable, el que nos pertenecía a todos.

Luisa Fernanda Revelo Escobar
Ilustración: Daniel Botero
Texto cortesía de Lexikalia, revista adscrita a la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle


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